viernes, 30 de junio de 2017

Manuel Rico escribe sobre "Vértices" en "Babelia"

El pasado sábado 19 de junio, en Babelia, Manuel Rico reflexionaba sobre mis Vértices. Vaya desde aquí mi más sincero agradecimiento por la atenta lectura.







Con Vértices, Francisco Onieva(Córdoba, 1976) obtuvo el Premio Gil de Biedma 2016. Es un libro que aborda lo cotidiano en poemas de una ambición formal depurada, de palabra estricta, seca en ocasiones, pero emocionada y plena de carga significativa. Es la vida y su tuétano, una realidad siempre insegura a la que el poeta asiste experimentando ambas sensaciones a la vez: “Comparto la plenitud del momento y transito las inseguridades”. No de otra forma cabe adentrarse en la conciencia de la continuidad y de la salvación que, en el fondo, es la paternidad. Todo entra en movimiento y se hace nuevo y viejo a la vez. Desde la mirada con que se observa el deambular de la hija en el parque hasta el recuerdo en vida del abuelo muerto.

Onieva tantea con una mirada entre sorprendida y celebratoria los indicios del entorno más próximo y acaricia la esencia de la vida: el árbol frente a la casa, el tobogán, los álamos, el pueblo bajo la lluvia o los residuos de memoria de la ciudad que acompañan un viaje, cobran una luz distinta. Todo invita a meditar sobre la ampliación de los límites de la experiencia. El otro contemplado es sustancia propia, aturde y sorprende y obliga a preguntarse sobre el sentido del poema y del proceso de escritura. 


Para seguir leyendo, pincha en este enlace.

miércoles, 28 de junio de 2017

Años 10. El lugar del poeta. ¿Otro canon?

Os dejo hoy otra de esas reseñas que se han quedado perdidas durante el último año en el ordenador de alguna redacción.



Pese a la desconfianza por parte del lector actual ante cualquier propuesta de canon –incluso cuando ya hay voces que pregonan oficialmente la defunción de la posmodernidad-, continúan proliferando las antologías y los volúmenes que tratan de poner orden en el heterogéneo maremágnum de los poetas nacidos desde la década de los 60. Y es, precisamente, su carácter heteróclito el factor que imposibilita citar a un poeta o una corriente dominante. La respuesta natural a tal hueco es el empeño de llenarlo; y semejante intención, siempre interesada y parcial, es la que subyace en casi la totalidad de tales libros, por más que se acabe delegando en la calidad –y en el inevitable gusto del antólogo- como único criterio de discriminación válido.
El número tres de la revista Años Diez, dirigida por los poetas Abraham Gragera y Juan Carlos Reche, y editada con mimo por la editorial granadina Cuadernos del vigía, es otro intento de reivindicación. En el volumen, pretendidamente diverso en su apariencia –pero profundamente unitario en su concepción-, se combinan textos teóricos de índole variada y una buena muestra de la obra de algunos de los poetas que, a juicio de los directores de la publicación, suponen una renovación efectiva del discurso poético. El volumen fluctúa, pues, en todo momento entre la afirmada diversidad y un innegable interés unificador, que sirva de altavoz de una apuesta poética determinada que, partiendo de la asunción de una tradición actualizada, mira inevitablemente hacia el referente al tiempo que busca revitalizar un lenguaje desgastado, como sistematiza el propio Reche en “El cometido del poeta”.
Además de este interesante artículo, que abre el volumen, destacan los firmados por Pere Ballart, “Mezquitas que eran fábricas o el poder transformador de la poesía”, por Lorena Ventura, “Como un árbol que cae del fruto: sobre el sentido y la referencia en poesía”, y por Carlos Pardo sobre el “Mensaje”. Completan el armazón teórico “Neorromantizar: una poética de la necesidad”, de Juan Andrés García Román, y los breves artículos sobre el emisor, receptor, contexto y código, firmados, respectivamente, por Guillermo López Gallego, Fruela Fernández, Martín López Vega y Unai Velasco.

Junto a este corpus teórico, conviven, bajo el título de “Las voces y los hechos. Diálogos”, sendas entrevistas bidireccionales entre Luis Muñoz y Ana Gorría, por un lado, y David Leo y Álvaro García, por otro. Como cierre de la revista,  en la sección “Poemas”, se recogen inéditos de María do Cebreiro, Ismael Ramos, Juan Antonio Bernier, Alberto Acerete, Martha Asunción Alonso, Alberto Carpio, Mariano Peyrou y Luis Melgajero, que, sumados a los nueve poemas presentados por Abraham Gragera en la sección “Poética”, ejemplifican los principios teóricos expuestos y son presentados como una alternativa a las dos corrientes hegemónicas de la poesía finisecular, que irradian en la poesía de estos primeros años del siglo XXI: la poesía de la experiencia y la poesía neoculturalista. 



Autor: VVAA.
Título: Años diez. El lugar del poeta.
Editorial: Cuadernos del Vigía. 
Año: 2016.



domingo, 18 de junio de 2017

Cirlot visto por Rivero Taravillo


Coincidiendo con el centenario del nacimiento de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973), la Fundación José Manuel Lara y la Fundación Cajasol editan la biografía Cirlot. Ser y no ser de un poeta único, con la que el escritor, traductor y crítico sevillano Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) ha conseguido el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías.
Cirlot es un autor aún desconocido para el lector común, pese al reconocimiento y la admiración de gran parte de la crítica y de un número cada vez más significativo de poetas que ven en su singular apuesta poética, ajena a las principales corrientes vertebradoras de la poesía del siglo pasado, una de las más valiosas y originales, capaz de proyectarse hacia el futuro.
Utilizando un epistolario desconocido en gran parte y abundante material inédito, y ahondando en los propios textos del poeta barcelonés, Rivero Taravillo consigue crear una atípica biografía con la que aspira a reflejar el carácter complejo de un poeta singular que, debido precisamente a su singularidad, ha quedado al margen de todos los mapas poéticos elaborados.
Hijo de militares, tras cursar bachillerato con los jesuitas y correspondencia mercantil y contabilidad, trabajó como aprendiz en una agencia de aduanas, primero, para, después de varios empleos, ser contable del Banco Hispanoamericano. De modo paralelo a estas actividades puramente nutricias, sintió la necesidad de dar cauce a sus inquietudes artísticas. Así, además estudiar piano y composición, en 1936 empezó a escribir versos. Al cumplir la mayoría de edad, fue movilizado por el ejército republicano; pero, apenas un año más tarde, se cambió de bando y, tras una breve estancia en un campo de concentración, terminó luchando en las filas golpistas. Una vez acabada la contienda, tuvo que hacer, paradójicamente, el servicio militar en Zaragoza, donde entabló relaciones con diversos intelectuales y descubrió el surrealismo. De vuelta a su ciudad natal, en 1943, retomó su empleo en el Banco Hispanoamericano -antes de adentrarse en el mundo editorial y trabajar en la editorial Gustavo Gili-, participó activamente en diversas tertulias literarias y círculos artísticos de sello vanguardista, estableciendo lazos con múltiples creadores, entre los que destacan los integrantes del grupo Dau al Set, y publicó sus primeros poemas en diversas revistas.
Desde este momento, se suceden, a un ritmo frenético, las publicaciones: Árbol agónico, El canto de la vida muerta, Canto de la vida y Susan Lenox, el primero de sus poemas inspirados por la visión de una obra cinematográfica, publicado en 1947, el mismo año en que contrae matrimonio con Gloria. En estas obras iniciales ya tenemos presentes los temas y obsesiones propiamente cirlotianos, así como algunos de sus logros formales y la peculiar formar de difundir su poesía: ediciones de autor, en casi su totalidad, con tiradas muy reducidas.
1949, el año en que nace su primera hija, Lourdes, será una fecha crucial en su trayectoria literaria, pues, además de publicar el Diccionario de los ismos, conoce personalmente a Breton y a Schneider. Si el primero supone la fascinación por el surrealismo, el segundo encarna el descubrimiento de la simbología tradicional, que le permitirá adentrarse en el mundo de las correspondencias, utilizando el símbolo como principal herramienta para intuir una realidad oculta, para cristalizar los fantasmas interiores de un hombre poliédrico y para renombrar la realidad. Fruto de este interés, escribirá dos décadas más tarde su obra más conocida internacionalmente: Diccionario de símbolos (1968).
Otra fecha altamente significativa es 1955, año de nacimiento de su segunda hija, Victoria. Al acercarse a la frontera de los 40, su obra crece exponencialmente y, tomando como punto de partida el surrealismo y el simbolismo, llega, como él mismo dice, “el gran descubrimiento de mi vida poética”: la poesía permutatoria.
En 1960 visita Carcasona -años después volverá con su mujer-, inicia una serie de viajes a París, donde se reúne con Breton y los surrealistas, y acude a la Bienal de Venecia. Tras cinco años volcado en la crítica de arte, regresa a la poesía con Regina tenebrarum, Las oraciones oscuras y, muy especialmente, el ciclo Bronwyn (1967-1971), uno de los mayores logros de la poesía en lengua española de la segunda mitad del XX, una obra que anticipa varios de los caminos por los que está discurriendo la lírica de principios del siglo XXI. Se trata de dieciséis cuadernos que conforman un largo poema místico, de raíz erótica, necesariamente fragmentario, dedicados a la protagonista de El señor de la guerra. Las homofonías, las aliteraciones, el adelgazamiento del verso, la ruptura de la sintaxis y de la frase, la agramaticalidad, el uso constante de las repeticiones, la experimentación con diversos tipos de rima, la técnica del collage, el retorcimiento de la sintaxis… llevan el lenguaje al límite, sometiéndolo a un continuo ejercicio de tensión.
De entre sus últimas publicaciones, siempre en reducidas ediciones de autor, destacamos Los poemas de Cartago, Cosmogonía y, sobre todo, sus Cuarenta y cuatro sonetos de amor, donde experimenta formalmente con esta estrofa clásica para conseguir la mayor intensidad y concentración posibles.
Pese al reconocimiento y el respeto de muchos de sus coetáneos, no será hasta 1969 cuando Juan Pedro Quiñorero y la Editora Nacional planteen una edición de su obra más reciente, principalmente la del ciclo Bronwyn, en una editorial que llegue a las librerías. La edición de Poesía 1966-1972, a cargo de Leopoldo Azancot, se publicó finalmente un año después de la muerte del poeta, crítico de arte y compositor catalán.
En silencio, se marchó el más vanguardista de nuestros poetas, cuya poesía, insólita y radicalmente distinta, nace de un profundo conocimiento tanto de nuestra tradición como de otras tradiciones inexploradas hasta el momento. Un creador único, para quien el poema era una forma de exploración de las propias grietas. No en vano, toda su obra brota de un continuo sentimiento de extranjería, lo que le lleva a sentirse al margen de la sociedad. Tal conflicto desemboca en el nihilismo, en la insatisfacción radical y en una enconada reacción contra el mundo que le ha tocado vivir, ante el que se estrellan continuamente sus aspiraciones, convirtiéndose la poesía en un medio de evasión.
De este modo, vida y obra conforman una misma realidad en él. Un hombre proteico. Nihilista. Trabajador incansable. Cinéfilo. Lector voraz. De movimientos impetuosos. De carácter vehemente. Apasionado de la arqueología y de la historia. Entusiasta de las más insólitas religiones, culturas o mitologías. Interesado por la numismática. Fanático de las espadas. Filogermánico y amante de la cultura hebrea… Un escritor vertiginoso. Visionario y metafísico. Vanguardista y tradicional. Ortodoxo y heterodoxo…
Un personaje imposible de encasillar, que no deja impasible a nadie, en cuyas contradicciones radica la fascinación que ejerce sobre sus seguidores y cuyos versos son descargas que estallan en el lector, quien, tras el asombro inicial, se siente irremediablemente perdido en un laberinto con vistas al abismo y reconoce en Cirlot a un auténtico renovador de la poesía en lengua española, referente inevitable para cualquier poeta de hoy.


Autor: Antonio Rivero Taravillo.
Título: Cirlot. Ser y no ser de un poeta único
Editorial: Fundación Lara. 
Año: 2016.

viernes, 9 de junio de 2017

Testamento poético. Santiago Castelo


“Cuando siento no escribo”, afirmaba con rotundidad Bécquer en la segunda de las Cartas literarias a una mujer para dejar constancia de que se escribe a partir del recuerdo de lo sentido (o “memoria viva”, como lo define el poeta sevillano) y no de la experiencia directa de los sentimientos. Desde entonces, no son pocos los críticos y escritores que han hecho suyas, con diferentes matices, dichas palabras. Sin embargo, poemarios como La sentencia, de Santiago Castelo, revelan lo erróneo de tal pensamiento o, por decirlo de un modo más suave, suponen la excepción que toda regla contiene, en la medida en que consiguen crear arte a partir de los escombros del propio ser. Para ello, el poeta se sumerge en su dolor, en su sufrimiento, en su enfermedad, sin tiempo para distanciarse de ellos y consigue trascender la experiencia personal, convirtiéndola en una verdad universal. El resultado es sentimiento y poesía fusionados, en estado puro, sin cortapisas. Y es esta condición la que provoca que el libro, pese a la serenidad del dolor aceptado, golpee con una contundencia inusitada a un lector que, una vez lo cierre, ya no volverá a ser el mismo.
El poemario, que consiguió el XXV Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma por “aclamación”, en palabras de Gonzalo Santonja, supone, según reza en la contraportada, “el broche de oro a la obra poética” de José Miguel Santiago Castelo (Granja de Torrehermosa, 1948 – Madrid, 2015), quien falleció un par de semanas antes de conocer el fallo, y refuerza, sin duda alguna, el prestigio de uno de los galardones más importantes de nuestro panorama poético.
Se trata de un libro contundente y estremecedor, que sobrecoge aún más al conocer las circunstancias vitales del poeta extremeño. Concebido como la crónica de una enfermedad, de una lucha por la vida, arranca con el poema que da título al conjunto y actúa como un golpe directo al ánimo del lector, al igual que las palabras del médico que le anuncian que padece cáncer (“Sonó la palabra. Seca y rotunda lo mismo que / un disparo”). Esta es la terrible palabra que articula todo el discurso sin aparecer una sola vez. Nada más escucharla, toda su existencia pasa por delante de sus ojos, como fotogramas mal montados de una historia íntima: “toda la vida en un instante: la niñez en el pueblo; el viaje a Madrid; / los primeros amores.” Es así como la vida y la percepción que el sujeto tiene de ella cambian radicalmente: “Se acabaron las citas, las agendas. / De pronto nada sirve de un día para otro. / Ni tú mismo mandas. / Es tu propio organismo, tu luz y tu ceguera.”
Una vez aceptada la realidad, se suceden las pruebas a las que el enfermo debe someterse, las sesiones de quimioterapia, el deterioro del propio cuerpo (“El cuerpo es un castillo en continuo derrumbe”), que lo lleva, incluso, a no reconocerse físicamente (“Veo mis manos. ¿Pero estas son mis manos?”), las mejorías transitorias, el dolor instalado en el costado, las recaídas… En estos instantes, la memoria se convierte en un salvavidas al que aferrarse y, así, se suceden los poemas elegíacos dedicados a los amigos que marcharon antes que él, los recuerdos de la infancia y la adolescencia o el amor a su tierra natal, Extremadura; y todo con la característica variedad métrica del autor. Verso libre, romancillos, décimas o sonetos se funden creando una sutil polifonía de emociones y sensaciones.
Pese al dolor que atraviesa cada verso hay un sosiego y una resignación de honda raíz religiosa que no está reñido con el ansia de seguir viviendo. De esta singular tensión nacen unos poemas despojados y definitivos, de una fuerza e intensidad singulares, capaces de transmitir una innegable serenidad y, al mismo tiempo, desgarrar el alma. Castelo, al notar que la vida se le escapa, decide ajustar cuentas con la vida y con uno mismo y se despide de manera sosegada, con lo que La sentencia supone, como se recoge en la nota preliminar anónima, el “testamento poético y vital de quien contempla con serenidad su paulatina extinción y quiere dejar constancia de los días vividos, de los días gozados y llorados y también de los días que ansía vivir”. Un testamento escrito, como no puede ser de otra manera, desde la perspectiva de quien se sabe ya en la otra orilla (título de la composición que cierra el volumen): “Viviré en los encinares / cuando solo sea memoria, / cuando me borre la historia / y mis versos sean cantares… / Por encinas y olivares / irá vagando mi alma / y al atardecer en calma / de la clara primavera / oiréis mi nombre en la era / y en el rumor de la palma.”

Autor: Santiago Castelo
Título: La sentencia

Editorial: Visor
Año: 2015

(Publicado en Cuadernos del Sur, 3 de junio de 2017, p. 6)

jueves, 1 de junio de 2017

Dos sonetos fragmentados de Góngora



El pasado 14 de mayo, tuve el honor de participar en el Día de Góngora 2017, realizando la Ofrenda Poética ante el supuesto sepulcro del patrón laico de la Real Academia de Córdoba. Como cierre a unas líneas que reivindicaban la modernidad del poeta cordobés al desplazar el centro de gravedad de la poesía del yo al mundo exterior, planteando, por vez primera, que la poesía debe ser el ámbito de la palabra, leí dos sonetos creados a partir de otros veintiocho del autor de la Fábula de Píramo y Tisbe. El único requisito de este juego que intenta respetar la sintaxis poética de una de las poliédricas caras de la obra gongorina es tomar prestado un único verso de cada poema. Para potenciar una mayor multiplicidad significativa y hacer partícipe al lector, he decidido eliminar los signos de puntuación.



                         I

Descaminado enfermo peregrino
pisado he vuestros muros calle a calle
los suspiros lo digan que os envío
nunca merecieron mis ausentes ojos
un humor de perlas destilado
y nada temí más que mis cuidados
cada sol repetido es un cometa
por que aquel ángel fieramente humano
no yace no en la tierra mas reposa
toda fácil caída es precipicio
la encendida región del ardimiento
huirá la nieve de la nieve ahora
hilaré tu memoria entre las gentes
que la beldad es vuestra la voz mía


                        II

Oh cuánto tarda lo que se desea
en estas apacibles soledades
edificio al silencio dedicado
sobre este fuego que vencido envía
denso es mármol la que era fuente clara
pues la por quien helar y arder me siento
cuya cerviz así desprecia el yugo
goza cuello cabello y frente
el santo olor a la ceniza fría
desata montes y reduce fieras
inexorable es guadaña aguda
no destrozada nave en roca dura
poco después que su cristal dilata
la razón abre lo que el mármol cierra