Convencido de que el hombre es la única medida posible del mundo, Braulio Ortiz Poole traza en Hombre sin descendencia (Fundación José Manuel Lara, colección Vandalia) un viaje a ciegas, guiado únicamente por la palabra despojada de prejuicios, a las profundidades insondables del individualismo. Dicha travesía, compuesta por cuatro etapas, nace de la constatación de la muerte y, tras intentar aclarar las zonas en sombra que conforman nuestra interioridad, llega a la celebración de los dones del mundo: el amor, la palabra, la música, el vino o la satisfacción de sentirse vivo, para concluir con la certeza de que todo hombre deja descendencia en el mundo.
En la primera etapa, “La muerte”, el poeta sevillano recuerda los muertos que lleva dentro (y aquí toma entidad la figura del padre) para, a partir de tal revelación, reflexionar sin asideros firmes sobre lo que se ha perdido en el camino. La segunda parte, “El amor”, se articula de modo sereno en torno a la única realidad capaz de volver habitable una vida. “La noche”, en cambio, supone una indagación necesaria, si se quiere llegar a la final celebración del mundo, en las contradicciones que conforman un yo poético que, tras mirarse en el espejo, encuentra que el reflejo irregular proyectado no es el que él preferiría, aunque, finalmente, termina aceptándose. La última etapa, “El mundo”, es pura celebración de un espacio donde el yo se define necesariamente.
Vemos en el libro una mayor contención en el lenguaje que en su anterior poemario Defensa del pirómano, del que se distancia, atreviéndose a establecer vasos comunicantes con él no solo en la nota final en prosa, sino también en varios poemas como “Una vez fui pirómano” o “La casa de Caín II”. El pirómano adolescente a destiempo se conformaba con quemar la casa; en cambio, el hombre sereno de hoy intenta reconstruirla haciendo propia tal paradoja deconstruccionista sobre la que levantamos nuestras vidas. Si en su primer libro había más furia y clamor, ahora se llega a una conciencia conciliadora: “Sumémonos a esa disidencia. / Siempre fuimos los hijos de la guerra. / Hoy nos toca ser los padres de la paz.”
Se trata, en definitiva, de un poemario honesto y visceral en que el poeta, cruzada la frontera de los 30 y tras quedar en primera línea de la muerte, reflexiona, siguiendo la estela de Cernuda, Gil de Biedma o Fonollosa, sobre la conciencia de la brevedad de nuestra existencia y sobre los dones que podemos disfrutar a lo largo de ella, concluyendo, en una honda concepción quevedesca, que la única forma de vivir más allá de la propia muerte, aunque no se tengan hijos, es a través del amor, de la entrega incondicional al otro.
(Publicado en Cuadernos del sur, 30 de abril del 2011, p. 7)
No hay comentarios:
Publicar un comentario