Olifante Ediciones de Poesía publica en una cuidada y elegante edición el último poemario de José Antonio Santano (Baena, Córdoba, 1957), Madre lluvia, con el que, en palabras de Alfonso Berlanga Reyes, quien firma una breve pero interesante “Introducción”, se “cierra un importante ciclo en la producción de Santano”.
La muerte de la madre es el detonante de este emocionante diálogo entre un yo poético frágil en su orfandad y quien espera, serena y confiada, la llegada del momento último sentada en silencio en “un sillón de orejeras / los cabellos nevados / la sonrisa en el aire / de los dedos la artrosis / una herida profunda / en la rosa marchita / los recuerdos que sangran / y en la hora más negra / los cuchillos se clavan / como música antigua”.
Las citas de José Ángel Valente, Pablo García Baena y Antonio Colinas que portican la obra marcan las coordenadas en las cuales se sitúa el discurso de Santano: evocación y celebración.
Todo son recuerdos (“porque solo ya los recuerdos / mantienen vivo el cuerpo, / todos los recuerdos / habitando la casa, / la espesa selva de los muebles, / los retratos que cuelgan de las paredes”), y esta memoria heredada arranca de “aquel tórrido azul estío de julio” en el que comenzó la “hórrida barbarie, / de aquella infértil guerra” que marcó la juventud de la madre y desemboca en la fría posguerra de “las calles en sombra / de un pretérito tiempo / acunado en las hojas / que poco a poco caen / en veredas y arroyos” de su Iponuba natal, donde encuentra sus raíces. Pero lejos de una visión edulcorada, el poeta denuncia la injusticia y muestra su compromiso con quienes sufren (“porque la vida toda fue osario / y podredumbre, / ni una sola voz que dijera / hacia dónde, qué camino, / quién vendría con nosotros / una vez más / en peregrina promesa / a buscar los cadáveres / ¿en las cunetas, / acaso al pie de los olivos, / en fosas ocultas / o secretos crematorios?”).
Este tiempo primigenio, en el que los árboles empiezan a reducirse a esquema y se desprenden de todo lo accesorio para renacer, es el de la lluvia, que es la lluvia madre, la que sirve de cobijo y es intemperie, la que es origen y es término, la que regenera y devasta, la que escribe la memoria y la borra, la que es confidente y testigo.
El poeta establece un diálogo con ella, que deviene monólogo y emocionante letanía mediante las repeticiones sintácticas, semánticas y referenciales. Para ello, el libro adopta la estructura de poema río, articulado en veintitrés meandros sin título -muchos de ellos tienen en el primer verso el sintagma “Madre lluvia”-, escritos en cuidados versos blancos, entre los que predomina el heptasílabo. Con este cauce se intenta reflejar la desorientación del sujeto ante la pérdida del anclaje fundamental de su existencia, el dolor y la derrota del ser humano, la injusticia y la muerte, los recuerdos y la aceptación.
Tras este extenso poema sin título, se dispone una breve “Plegaria” a la “Madre lluvia”, a la que se refiere como “Madrenuestra”, que habita en la naturaleza toda (“en el aire y la rosa / toda tú en los campos / en el agua de lluvia / en la aurora celeste / en la música clara / de la luz en los sauces [...] / en las nubes grisáceas”-), a la que, paradójicamente, el poeta no pide nada porque todo le ha sido dado, con lo que solo queda gratitud ante el regalo que nos ofrece; y un mínimo “Epílogo”, en el cual esta sensación de completitud, llegado el momento final, le permite encontrar la serenidad y la paz en los dos precisos alejandrinos que cierran el conjunto, en los que la palabra se remansa y deviene mansedumbre y armonía: "Nuevamente la lluvia por su pálido rostro / en rumor de silencios y una leve sonrisa".
En suma, un libro en el que el dolor, que lo hay, deja paso a la gratitud por lo vivido, a la solidaridad con quien sufre, a la necesidad de encontrar preguntas que sirvan de cobijo y que estructuren la existencia efímera del hombre que escribe, todo ello con una palabra despojada en su contención, que cae como gotas de lluvia sobre las paredes de casa, y las va calando poco a poco hasta llegar a los cimientos, pues “la lluvia origen anega la memoria”.
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