El niño, inquieto ante esta noche tan diferente, gatea por la cama hacia el viejo. Se agarra temeroso al brazo ya paralizado y se pone en pie, su carita junto a la del abuelo, esperando, esperando... De golpe, su instinto le revela el desplome del mundo, la tiniebla vacía. El aletazo de la soledad le arranca la palabra tantas veces oída:
-Non-no -pronuncia nítidamente, frente a ese rostro cuyos ojos le buscan ya sin verle, pero cuyos oídos aún le oyen, anegados de júbilo. Y repite el conjuro, su llamada de cachorro perdido-. Nonno, nonno. ¡Nonno!
¡Por fin ese cántico celeste!
Colores de ultramundo, lumbres de mil estrellas incendian el viejo corazón y le arrebatan a esta gloria, esta grandeza, esta palabra insondable:
¡NONNO!
A ella se entrega para siempre el viejo, invocando el nombre infantil que sus labios ya no logran pronunciar. El niño, en su desamparo, inicia un gemido. Pero se calma al olfatear en la vieja manta el rastro de los brazos que le acunaban. Se envuelve confiado en sus pliegues, en ese olor que reconstruye el mundo al devolverle la presencia de su abuelo, y clama, orgulloso de su proeza, una y otra vez:
-¡Nonno, nonno, nonno, nonno...!
Sus manitas, mientras tanto, juguetean con los amuletos. En la carnal arcilla del viejo rostro ha florecido una sonrisa que se petrifica poco a poco, sobre un trasfondo sanguíneo de antigua terracota.
Renato, atraído por la canción guerrera y por los gritos del niño, la reconoce en el acto:
La sonrisa etrusca.
(José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca, Madrid, Biblioteca El Mundo, 2001)
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