Si pincháis en la imagen, podéis acceder al audio de todos los discursos pronunciados durante la entrega del premio |
Buenos días. Debo comenzar con una de las palabras más erosionadas por el uso, pero es la única que tengo para expresar el sentimiento de estimación y correspondencia al que estoy obligado en un día como hoy: “gracias”. Cómo no, a todos los asistentes al acto que nos reúne, por darle sentido con su presencia, a Manuel Torres y al Excmo. Ayto. de Dos Torres por albergar la entrega de este premio. Mi más sincera gratitud a mis dos compañeros de viaje, que hoy también deben ser protagonistas: Félix A. Moreno Ruiz y Juan Ferrero; ha sido un placer y un honor compartir esta aventura con vosotros y una parte de este arado os pertenece. Por supuesto, querría mostrar mi agradecimiento al jurado que, en esta ocasión, ha decidido que la suerte me sonría a mí, y a Blas Sánchez Dueñas, por sus palabras, en las que me cuesta encontrarme. No quisiera dejar de reconocer públicamente el trabajo desinteresado de los artesanos de Ofiarpe, creadores de este símbolo de la literatura de Los Pedroches que acabo de recibir: gracias al noriego Patricio Moreno –maestro del hierro y responsable del diseño de la pieza-, al jarote Juan Luis López Vacas –moldeador de la madera- y al colodro Eduardo Ruiz Peñas –artesano del granito-. Del mismo modo, me siento obligado a corresponder delante de todos al editor de Solienses, Antonio Merino, capaz de inmiscuirse, a través de un blog, en nuestros hábitos cotidianos y hacernos sentir la necesidad de asomarnos a un espacio cibernético construido con perspicacia, inteligencia y fina crítica, capaz de convertir una idea personal en un proyecto colectivo que aúna esfuerzos y voluntades en favor de una tierra y de sus gentes; a él siempre le agradeceré el hecho de que, cuando era un completo desconocido –literariamente hablando- en la comarca, me prestase atención con motivo de la concesión de un accésit del Adonáis en el 2006 y se plantease en una entrada “¿Qué es <escritor de Los Pedroches>?”. La respuesta a esta pregunta no tardó en llegar con la creación de una nueva etiqueta, “otros” (dentro de la sección “Escritores de Los Pedroches”), en la que va dando cabida a aquellos que, aunque no hayamos nacido aquí, hemos echado raíces y hemos mezclado la textura de nuestra tierra primera con la nueva, haciendo de la fusión nuestro ámbito. Precisamente, en esa categoría, lejos de sentirme incómodo o indefinido, encuentro mi definición: Córdoba, Villanueva del Duque y Pozoblanco conforman los tres vértices del triángulo en que he decidido convertir mi vida.
En cuanto a las dedicatorias, debo comenzar señalando que este premio es para mis tres mujeres -Guía, Blanca y Marta-, a quienes pertenece –y leo literalmente de las “Dedicatorias y homenajes” que cierran el volumen- “todo lo que pueda guardar belleza en Las ventanas de invierno”, porque ellas son “capaces de cerrarlas siempre que el viento se presenta sin avisar y de mantener el frío a la debida distancia, dando calor <de ventanas adentro>”. También debo ofrecerlo a mis padres, a mi hermano y, sobre todo, a mis abuelos, Manolo y Sole, a quienes está dedicado el libro -especialmente a él, que, después de varios años de lucha desigual contra el cáncer, se marchó sin ver publicado un poemario que parecía condenado a quedar en el olvido de los cajones institucionales.
Después de hechos los agradecimientos y dichas las dedicatorias, tengo que reconocer que me siento como Maribel Verdú al recibir el “Goya a
Quizás
alguno de ustedes se pregunte por qué reivindico el papel de los que nos
dedicamos a la enseñanza. Si la libertad ofrecida por la estructura del propio
molde discursivo no parece suficiente, me permitirán que acuda a mi memoria literaria,
donde se funden, con un abierto agradecimiento, los recuerdos de aquellos que
me abrieron el misterio de la poesía -Doña Manoli y Don Antonio- y me acercaron
a autores como Bécquer, Espronceda, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca o Miguel Hernández, sin olvidar
a nuestros clásicos del siglo de Oro. A esto hay que unir mi convencimiento de la
importancia de las profesoras y maestros –junto a las bibliotecas municipales-
como puertas o elementos vertebradores del frágil tejido cultural de las zonas
periféricas y olvidadas.
Y, precisamente, en este frágil tejido juega un papel de primer orden también la existencia del Premio Solienses. Este galardón, el único de tales características que se concede en toda la provincia, ha conseguido trascender el ámbito del blog y convertirse en una de las señas de identidad de la cultura de Los Pedroches, en una construcción colectiva capaz de agrupar en torno a sí a todos los creadores de esta tierra, a las instituciones, a múltiples empresas, a diversos colectivos y a cualquier amante de la cultura. Esta sinergia debe ser aprovechada para pedir un mayor apoyo y una mayor implicación de todos en la difusión de las obras de nuestros autores, que, además, en tiempos de crisis suponen una alternativa infinitamente más económica. Que cualquier escritor o escritora pueda llevar su obra por los diferentes pueblos de Los Pedroches, sin que eso suponga una excepción, es el reto que todos deberíamos asumir.
Pero volvamos al discurso de agradecimiento que se espera de todo autor premiado. Aunque no me guste nada hablar de mí mismo, parece que la ocasión me exige el indecoroso ejercicio de intentar definirme y definir mi poesía. Ser finalista del Solienses –y créanme que sé de lo que hablo- es ya un premio en sí, pues no solo implica la satisfacción de que alguien reconozca tu labor, sino que también supone la ocasión perfecta para que nuevos y desconocidos lectores se aproximen a mi obra. En este sentido, quiero resaltar que estoy muy orgulloso y profundamente agradecido por haberlo sido en otras tres ocasiones. Y no querría dejar pasar la oportunidad de extraer una lectura de este hecho. Como profesor y como persona educada por sus padres en el trabajo y en el respeto a los demás, creo en el esfuerzo y en el afán de superación como medios para alcanzar cualquier objetivo. Y es en esta justa dimensión donde más valoro el presente reconocimiento. La dificultad para conseguirlo demuestra, por un lado, el alto nivel de la literatura de Los Pedroches; por otro, sirve de fiel imagen de lo que es mi breve trayectoria literaria, construida con paciencia y con sacrificio, convencido de que esto es una carrera de fondo –y, en ocasiones, de obstáculos- en la que hay que saber dosificarse y no vanagloriarse con los pequeños hitos conseguidos –pues un premio no hace mejor ni peor un libro- y en la que se debe trabajar en silencio, con la intención de crear una obra coherente y propia.
Desconfío de las verdades absolutas y, por eso, estoy seguro de que la creación nace de la duda, de la incertidumbre, de la ausencia de dogmas que definan nuestra esencia y la relación dialéctica establecida con el fragmento de mundo que nos ha tocado vivir y del que debemos dejar constancia, una realidad exterior que tan solo puede ser experimentada desde la propia interioridad. Es utópico afirmar que el creador ilumina la realidad, poliédrica e inabarcable, y que es, por tanto, capaz de extraer una verdad que actúe de firme asidero para explorar la complejidad del ser humano. Yo me inclino a pensar que el poeta sondea, a ciegas, los abismos del propio ser e intenta arrojar un atisbo de luz a las áreas en sombra que conforman su existencia particular, para lo que siente la necesidad de buscar un lenguaje depurado de los excesos verbales a los que otros han sometido la palabra poética. De este modo, adquiere, de manera irrenunciable, un compromiso con el mundo en que vive, pero también con el lenguaje, que es la materia con la que trabaja y que, pese a estar desgastada y connotada por factores sociales, culturales, ideológicos e históricos, es el único instrumento de que dispone para la citada labor introspectiva. Y aquí nace la paradoja que sustenta la creación literaria. Con esta materia el creador debe explorar las fallas interiores y, para ello, experimenta las grietas del lenguaje, incapaz de desvelar la realidad, por lo que tiene que situarse en los límites de la propia lengua e intentar ensancharlos, actuando con la paciencia y el oficio del buen artesano hasta crear el poema, un misterioso ensamblaje en que se conjuga sencillez, sugerencia, emoción, musicalidad y reflexión. Y este poema, lejos de encontrar respuestas y ofrecer verdades eternas, prefiere centrarse en las preguntas, pues la poesía es una indagación en lo desconocido, en aquello que no puede ni debe ser desvelado, tan solo intuido.
Desde estos principios abordo la creación del poemario que hoy recibe el Premio Solienses 2014, Las ventanas de invierno, en cuya escritura invertí dos años –concretamente desde noviembre de 2006 hasta octubre de 2008-; de hecho, supuso un paréntesis en la redacción de Los que miran el frío, con el cual comparte no solo época de escritura sino una misma simbología e, incluso, unos mismos personajes. Siempre he dicho que este libro es el reverso de aquel otro. Si en aquella ocasión me interesé por la guerra civil, un momento crucial en la infancia o adolescencia de una serie de personas mayores que forman parte de mi geografía sentimental, en esta me preocupaba por los problemas que las definían en el momento presente. Estos 37 poemas, curiosamente la edad que tengo, han sido concebidos, pues, como un particular homenaje a ellas. Y es tal intención primera la que justifica que el poemario esté construido en torno a diversos núcleos temáticos surgidos de la observación cotidiana como el cáncer, el alzheimer, la soledad, la incomunicación, la convivencia con los recuerdos o el inevitable ajuste de cuentas ante la vida por parte de quien se sabe en una de las últimas curvas del camino.
Se trata, sin duda alguna, de un libro duro en cuanto al tema tratado, pero escrito con mucho respeto y cariño, intentando situarse en el lugar de quien sufre; sin embargo, no creo que sea pesimista, sino que todo él encierra una idea de vida implícita en la capacidad de empatizar con un tú y en las diferentes figuras infantiles que lo recorren.
Y, precisamente, en este frágil tejido juega un papel de primer orden también la existencia del Premio Solienses. Este galardón, el único de tales características que se concede en toda la provincia, ha conseguido trascender el ámbito del blog y convertirse en una de las señas de identidad de la cultura de Los Pedroches, en una construcción colectiva capaz de agrupar en torno a sí a todos los creadores de esta tierra, a las instituciones, a múltiples empresas, a diversos colectivos y a cualquier amante de la cultura. Esta sinergia debe ser aprovechada para pedir un mayor apoyo y una mayor implicación de todos en la difusión de las obras de nuestros autores, que, además, en tiempos de crisis suponen una alternativa infinitamente más económica. Que cualquier escritor o escritora pueda llevar su obra por los diferentes pueblos de Los Pedroches, sin que eso suponga una excepción, es el reto que todos deberíamos asumir.
Pero volvamos al discurso de agradecimiento que se espera de todo autor premiado. Aunque no me guste nada hablar de mí mismo, parece que la ocasión me exige el indecoroso ejercicio de intentar definirme y definir mi poesía. Ser finalista del Solienses –y créanme que sé de lo que hablo- es ya un premio en sí, pues no solo implica la satisfacción de que alguien reconozca tu labor, sino que también supone la ocasión perfecta para que nuevos y desconocidos lectores se aproximen a mi obra. En este sentido, quiero resaltar que estoy muy orgulloso y profundamente agradecido por haberlo sido en otras tres ocasiones. Y no querría dejar pasar la oportunidad de extraer una lectura de este hecho. Como profesor y como persona educada por sus padres en el trabajo y en el respeto a los demás, creo en el esfuerzo y en el afán de superación como medios para alcanzar cualquier objetivo. Y es en esta justa dimensión donde más valoro el presente reconocimiento. La dificultad para conseguirlo demuestra, por un lado, el alto nivel de la literatura de Los Pedroches; por otro, sirve de fiel imagen de lo que es mi breve trayectoria literaria, construida con paciencia y con sacrificio, convencido de que esto es una carrera de fondo –y, en ocasiones, de obstáculos- en la que hay que saber dosificarse y no vanagloriarse con los pequeños hitos conseguidos –pues un premio no hace mejor ni peor un libro- y en la que se debe trabajar en silencio, con la intención de crear una obra coherente y propia.
Desconfío de las verdades absolutas y, por eso, estoy seguro de que la creación nace de la duda, de la incertidumbre, de la ausencia de dogmas que definan nuestra esencia y la relación dialéctica establecida con el fragmento de mundo que nos ha tocado vivir y del que debemos dejar constancia, una realidad exterior que tan solo puede ser experimentada desde la propia interioridad. Es utópico afirmar que el creador ilumina la realidad, poliédrica e inabarcable, y que es, por tanto, capaz de extraer una verdad que actúe de firme asidero para explorar la complejidad del ser humano. Yo me inclino a pensar que el poeta sondea, a ciegas, los abismos del propio ser e intenta arrojar un atisbo de luz a las áreas en sombra que conforman su existencia particular, para lo que siente la necesidad de buscar un lenguaje depurado de los excesos verbales a los que otros han sometido la palabra poética. De este modo, adquiere, de manera irrenunciable, un compromiso con el mundo en que vive, pero también con el lenguaje, que es la materia con la que trabaja y que, pese a estar desgastada y connotada por factores sociales, culturales, ideológicos e históricos, es el único instrumento de que dispone para la citada labor introspectiva. Y aquí nace la paradoja que sustenta la creación literaria. Con esta materia el creador debe explorar las fallas interiores y, para ello, experimenta las grietas del lenguaje, incapaz de desvelar la realidad, por lo que tiene que situarse en los límites de la propia lengua e intentar ensancharlos, actuando con la paciencia y el oficio del buen artesano hasta crear el poema, un misterioso ensamblaje en que se conjuga sencillez, sugerencia, emoción, musicalidad y reflexión. Y este poema, lejos de encontrar respuestas y ofrecer verdades eternas, prefiere centrarse en las preguntas, pues la poesía es una indagación en lo desconocido, en aquello que no puede ni debe ser desvelado, tan solo intuido.
Desde estos principios abordo la creación del poemario que hoy recibe el Premio Solienses 2014, Las ventanas de invierno, en cuya escritura invertí dos años –concretamente desde noviembre de 2006 hasta octubre de 2008-; de hecho, supuso un paréntesis en la redacción de Los que miran el frío, con el cual comparte no solo época de escritura sino una misma simbología e, incluso, unos mismos personajes. Siempre he dicho que este libro es el reverso de aquel otro. Si en aquella ocasión me interesé por la guerra civil, un momento crucial en la infancia o adolescencia de una serie de personas mayores que forman parte de mi geografía sentimental, en esta me preocupaba por los problemas que las definían en el momento presente. Estos 37 poemas, curiosamente la edad que tengo, han sido concebidos, pues, como un particular homenaje a ellas. Y es tal intención primera la que justifica que el poemario esté construido en torno a diversos núcleos temáticos surgidos de la observación cotidiana como el cáncer, el alzheimer, la soledad, la incomunicación, la convivencia con los recuerdos o el inevitable ajuste de cuentas ante la vida por parte de quien se sabe en una de las últimas curvas del camino.
Se trata, sin duda alguna, de un libro duro en cuanto al tema tratado, pero escrito con mucho respeto y cariño, intentando situarse en el lugar de quien sufre; sin embargo, no creo que sea pesimista, sino que todo él encierra una idea de vida implícita en la capacidad de empatizar con un tú y en las diferentes figuras infantiles que lo recorren.
Este
poemario supone, por tanto, un ahondamiento en los presupuestos éticos y
estéticos presentes desde mi primer libro. La búsqueda de una poesía
meditativa, abierta al otro, caracterizada por la sencillez y la claridad
discursiva, con la que hablo de lo que me preocupa, a media voz, sin efectistas
pirotecnias verbales. Para esto intento convertir los pequeños detalles de mi
entorno en símbolos, al cargarlos de connotaciones que trascienden la mera
contemplación particular y, así, buscar la universalidad del conflicto
planteado, provocando una emoción compartible por el lector, que tan solo la
aceptará si ve en ella autenticidad. Y en este punto es donde juega un papel
crucial la Naturaleza
de Los Pedroches. El pájaro, la lluvia, la nieve, el frío, el árbol, el álamo,
la encina, la sombra son parte de un paisaje interior al que ahora se añaden
dos nuevos elementos que intensifican la presencia del elemento humano en mi
poesía: las ventanas, frontera difusa entre la intimidad y el mundo exterior
que permite cierto distanciamiento de uno mismo antes de proceder a la
irrenunciable tarea de introspección, y la casa, territorio sagrado e íntimo
donde encontrarse a través del amor y de la escritura.
Y, de este modo, se abre la puerta a los poemas de mi nuevo proyecto, en el que abordo el tema de la paternidad y el cambio de perspectiva que ello supone en mi concepción del mundo, al tiempo que lo conecto con la incertidumbre de la que nace la creación literaria.
Y, de este modo, se abre la puerta a los poemas de mi nuevo proyecto, en el que abordo el tema de la paternidad y el cambio de perspectiva que ello supone en mi concepción del mundo, al tiempo que lo conecto con la incertidumbre de la que nace la creación literaria.
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