viernes, 28 de julio de 2017

La lluvia que reconcilia. Acerca de "La lluvia en el desierto", de Eduardo García


Todo símbolo tiene una estructura significativa múltiple que lo convierte en el ámbito donde tiene lugar el hallazgo, el punto desde el que bucear en los márgenes de la realidad para intuir lo que nos sobrepasa y escapa a la razón, pero nos asombra, aquello que tan solo puede ser vivido, nunca explicado. La lluvia en el desierto, título elegido por el propio Eduardo García (São Paulo, 1965-Córdoba, 2016) para su poesía completa, editada por la Fundación José Manuel Lara, dentro de la reputada colección Vandalia, multiplica su potencialidad semántica en el lector que ha tenido el privilegio de conocer al poeta cordobés. Más allá de la lluvia que purifica y vivifica un espacio yermo o de la capacidad de la palabra para fertilizar el fragmento de mundo circundante e intuir el enigma que lo sustenta, el propio volumen se revela, nada más abrirlo, como una tormenta que nos limpia a partir del estremecimiento sufrido al redescubrir sus versos, sabiéndonos otro lector, y al enfrentarnos a la contundente desnudez de los dos volúmenes inéditos. En este sentido, la palabra de García nos reconcilia, en parte, con la injusticia de su muerte prematura, obligándonos a respirar hondo y dando las gracias –sin saber muy bien a quién- por haberlo leído, haberlo conocido, haberlo admirado y haberse sabido amigo acogido en su diáfana sonrisa y en su cálida palabra.
El libro, cuya publicación es uno de los acontecimientos editoriales del año, se abre con un prólogo de Andrés Neuman, “Eduardo en el oído”, donde se evoca al amigo escritor al hilo desordenado y frágil de la memoria,  y se cierra con un epílogo de Vicente Luis Mora, “Reencantar el mundo: el legado poético y ensayístico de Eduardo García”, en el que analiza con el rigor y  precisión de costumbre la singularidad y el alcance de su apuesta estética. Entre ambos textos se recogen los seis poemarios publicados por el autor y dos regalos inesperados, La hora de la ira y Bailando con la muerte, además de ocho poemas aparecidos en diferentes publicaciones periódicas o colectivas y otros once inéditos. En esta labor de ordenación y preparación del material desconocido han jugado un papel crucial su mujer, Rafaela Valenzuela, y su amigo Federico Abad.
Aunque la aparición de este ambicioso proyecto coincide, prácticamente, con el primer aniversario de su muerte, García tenía pensado recoger toda su obra poética –excepto Duermevela- cuando cumpliese los 50 años; de hecho, redactó el prólogo que abriría dicha edición. Sin embargo, la detección del cáncer lo obligó a cambiar la hoja de ruta, y decidió agrupar los seis libros de poesía publicados junto a otros dos en los que estaba trabajando que, si bien, no están cerrados completamente, cuentan con su “visto bueno”.
En Las cartas marcadas (Libertarias, 1995; Premio de Poesía Ciudad de Leganés), pese a estar claramente instalado en la retórica de la experiencia, se pueden ver ya algunos temas, motivos y usos del lenguaje característicos de un poeta intimista y reflexivo al mismo tiempo, que maneja con precisión tanto el ritmo del metro como la palabra, buscando una comunicación directa con el lector, en la que, bajo una aparente sencillez, se encuentra un discurso muy elaborado  que penetra en las contradicciones del ser.
Pero pronto García nota la estrechez del molde heredado y siente la necesidad de explorar nuevos territorios, aventurándose a lo desconocido, con la incertidumbre que ello genera, pero consciente de que es el camino para el hallazgo y la revelación. Así, desde la publicación de No se trata de un juego (1998; XVIII Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez y Premio Ojo Crítico), que trasciende el realismo y aproxima cotidianidad y misterio, realidad y ensoñación, emoción y pensamiento, razón e imaginación, se convierte en uno de los referentes de la renovación lírica de las últimas décadas.
La aparición de Horizonte y frontera (Hiperión, 2003; VII Premio Internacional de Poesía Antonio Machado en Baeza) supone un hito generacional y muestra la temprana madurez de un poeta joven que, ajeno al exhibicionismo rupturista, deja a un lado las muletas de la poesía realista para sondear los límites confusos del yo, indagar en la frontera que une lo onírico con la realidad y convertir el lenguaje, capaz de desvelar la realidad, en un instrumento de conocimiento, de redefinición del mundo. El resultado es lo que el propio poeta, en quien la creación fue acompañada de una profunda reflexión sobre el hecho poético, define como “realismo visionario”.
Un paso más en este camino es Refutación de la elegía (Antigua Imprenta Sur, 2006; edición no venal), en la que lo irracional se impone, sin estériles alardes efectistas, en unos poemas que, aun partiendo de lo cotidiano, miran hacia lo metafísico e, incluso, hacia lo antropológico, al tiempo que empieza a adivinarse cierto tono celebrativo.
Y así llegamos a sus dos obras mayores: La vida nueva (Visor, 2008; VI Premio de Poesía Fray Luis de León y Premio Nacional de la Crítica en 2009) y Duermevela (Visor, 2014; XXXV Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla), en las que, a partir de la exploración de las posibilidades de un verso libre que le permite enlazar lenguaje y sensorialidad, ahonda en su apuesta ofreciendo nuevas líneas de fuga mediante la indagación en los márgenes del lenguaje, que ya no es concebido como un instrumento, sino como el territorio donde se produce el descubrimiento; mediante la reformulación del “límite”, que ya no es lo que separa dos mundos, sino un espacio que debe ser vivido, con lo que se potencia la dimensión celebrativa y amorosa del poema; y mediante la exploración de una geografía interior poliédrica, e incluso contradictoria, que lleva aparejada la presencia de diversos tonos y de diversos registros.
Ahora bien, si el volumen nos sacude y nos provoca una descarga intensa es por la presencia de los dos presentes que Eduardo nos ofrece a modo de despedida: La hora de la ira y Bailando con la muerte, ambos fechables en el mismo año de su fallecimiento y, por tanto, imposibles de desligar, a la hora de leerlos y valorarlos, de las circunstancias biográficas que los motivan.
La hora de la ira son dieciséis poemas breves, articulados en tres partes, en los que, a través de la experimentación con la puntuación y del tono directo y comprometido, denuncia la injusticia generada por la actual crisis económica y reivindica la  necesidad de solidaridad entre los seres humanos para hacer frente a la ignominia.
Por su parte, Bailando con la muerte está escrito desde la conciencia del final, con lo que es un sereno y vitalista ajuste de cuentas con la vida a lo largo de once poemas cuya lectura nos sobrecoge, entre los que destacan, además del que da título al conjunto, “En el lado oscuro”, “Puerta condenada”, “Hospital”, “Muñeco de trapo” o “Si todo ha de acabar”, con versos que nos dejan sin aliento como: “Ya no me reconozco en el espejo”, “que me deje escribir mi último relato” o “Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte.”
La lluvia en el desierto, pues, viene a colocar en su justo lugar a un poeta imprescindible a la hora entender la más reciente poesía española, a un poeta esencial que supo mostrar los caminos por los que transitaría la lírica en las primeras décadas del siglo XXI.

(Publicado en Cuadernos del Sur, 22 de julio de 2017, p. 5)

Autor: Eduardo García.
Título: La lluvia en el desierto.
Editorial: Visor.
Año: 2017.

No hay comentarios:

Publicar un comentario