Cuando las referencias culturales no resuenan como el desgastado eco de una voz impostada, sino que contribuyen a definir la propia identidad del sujeto poético, se produce la fértil paradoja que sustenta Una copa de Haendel, de José María Jurado (Sevilla, 1974). En él la cultura no se convierte en el pretexto que sostiene un estéril alarde estético, sino que deviene existencia, formando parte de la misma, al darle un sentido a través de la mirada del sujeto que contempla la realidad y reflexiona acerca de ella. Sobre este principio sostiene todo el libro, desde la dedicatoria inicial, “A la clara memoria de Miguel García-Posada”, hasta el poema final, “La quencia”, dedicado a la misma persona, sin olvidarnos de la sugerente fotografía en la que se nos presenta al escritor delante de una de las estampas más retratadas de la inevitable Venecia, la Torre del Reloj; y es que el verso de Jurado se asemeja a las instantáneas de aquellos a los que nos gusta incorporar en cualquier paisaje o monumento el elemento humano, en un intento de dar testimonio de la persona.
Así, más allá de que a lo largo de
los treinta y siete poemas que conforman un todo unitario se sucedan las
intertextualidades, las referencias a autores y obras imprescindibles de la
literatura universal (Chejov, Thomas Mann, Scott Fitzgerald, Verlaine, Keats,
Yeats o Valéry), de la música (la familia Strauss, Schubert, Eduard Elgar, Gershwin,
Chopin, Schönberg o Shostakovich) o de la pintura (Caspar David Friedrich,
Klimt, Hopper, Juan Gris, Juan Sánchez Cotán, Tiépolo, Rembrandt o Turner), las
alusiones mitológicas, históricas, arqueológicas, monumentales o
ajedrecísticas…, el poeta consigue hablar “de las cosas sencillas, / en voz
baja”, y lo hace a través de la reflexión, creando una emoción compartible por el
lector, quien no puede quedar impasible ante el fascinante viaje a su propia
interioridad ofrecido por Jurado.
En este sentido, juega un papel
clave la memoria, siempre subjetiva, que bucea en el pasado para encontrar los
hilos de los que tirar hasta conseguir que el poema adquiera consistencia y
rezume un indubitable aire clásico que hunde sus raíces en los Novísimos y en
Cántico, destacando por el preciso manejo de la palabra, por la sugerencia de
las imágenes, por la sólida arquitectura y por una musicalidad que, más allá de
las referencias citadas, se enraíza en un acertado manejo del metro que va
desde el verso rimado del soneto al del verso blanco y al poema en prosa. Buena muestra de esto son “Chejoviana”,
“Hora de entrada”, “Fragmentos de una tabla de arcilla”, “Después de la
lluvia”, “Calendario perpetuo”, “En la tumba de Yeats”.
Con este cuarto poemario, el poeta
sevillano, autor de La memoria frágil (Diputación de
Cáceres, 2009), Plaza de Toros (La Isla de Siltolá, 2010) y Tablero de sueños (La Isla de Siltolá, 2011), se
revela como una de las voces que deben ser tenidas en cuenta dentro de la
actual poesía andaluza.
(Publicado en Cuadernos del Sur, 25 de enero de 2014, p. 6)
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