El futuro se construye sobre los escombros del pasado y, a
veces, las heridas sin cicatrizar afloran en forma de proyectil de obús. Sobre
los fragmentos oxidados de fundición de hierro se han ido sedimentando los
prejuicios, las obsesiones y los intereses políticos -incluidos, de manera muy especial, aquellos que adoptan la forma del silencio- hasta deformarlos.
Mientras sostengo los restos entre mis manos e intento explicarles a mis
alumnos que el hombre es el único animal capaz de destruirse a sí mismo y de
destruir el planeta, dirijo la mirada hacia la ventana y contemplo las obras de
ampliación de nuestro centro. Enseguida surge la asociación: para poder mirar
al futuro con garantías debemos excavar nuestro pasado, dejar al descubierto
las heridas y ponerles nombre, pues solo puede existir aquello que se nombra. Este
nombrar las áreas en sombra de nuestra existencia no solo tiene una dimensión lingüística
sino también ética.
Y aquí se fractura momentáneamente la confianza en el ser
humano, capaz de diseñar un obús que, aunque no cumpliese con su objetivo,
estaba destinado a estallar en miles de fragmentos y alcanzar a un adversario
sin rostro ni nombre. En este punto retomo la argumentación de Aristóteles al
afirmar que la filosofía es la madre de todas las ciencias. Es la ética la que
debe impedir que el progreso se convierta en destrucción, estableciendo los
límites que el hombre no ha de traspasar, acotando su inclinación hacia la
autodestrucción.
(Publicado en el blog El Guijo de Los Pedroches, 30 de mayo de 2014)
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