jueves, 14 de enero de 2021

"¡Váyase usted a la mierda! ¡A la mierda!"

Muchos ignorantes quizá recuerden a Fernando Fernán Gómez por este exabrupto y no sepan que escribió la obra teatral Las bicicletas son para el verano o la novela El viaje a ninguna parte, por las que merece un lugar propio en nuestra literatura más reciente. Además, dirigió decenas de largometrajes, entre ellos la adaptación de esta novela, y protagonizó películas emblemáticas de nuestro cine como La mitad del cielo, Belle Époque, Así en el cielo como en la tierra, El abuelo, Todo sobre mi madre o La lengua de las mariposas, entre otras.  

¡Qué falta hace hoy olvidar lo políticamente correcto y llamar a las cosas por su nombre! Siento vergüenza de los políticos irresponsables, inmaduros, cobardes y mediocres que nos desgobiernan, fiel reflejo de una sociedad que los merece. No de todos, obviamente, sino solo de aquellos que cumplen con este cuádruple requisito y que, desgraciadamente, proliferan en todos los niveles de organización política, desde los ayuntamientos a las Cortes, pasando por las ineficaces comunidades autónomas.

Vividores profesionales, que apenas han cotizado a la Seguridad Social y que sueñan con medrar a costa del dinero de la mayor parte de los ciudadanos, de un puesto en una empresa pública o de las prebendas que las grandes empresas ofrecen a sus benefactores a cambio de pequeños detalles que asfixian a la masa de pagadores medios que sostiene el andamiaje de este país (ya sea en la factura de la luz, en el precio de los carburantes o en los abusos de las compañías de telefonía, por poner solo tres ejemplos). Para ello, se han especializado en no asumir responsabilidades, en utilizar un lenguaje anestesiado y anestesiante, higienizado y esterilizante, en emplear un doble rasero para medir sus actuaciones o las del adversario, en gestionar el miedo de la masa, en avivar la crispación y la confrontación.  

En semejante estrategia, cada vez es más frecuente el lavado de manos. Como docente, he sufrido y sufro esta medida estrella que nuestra sacrosanta Consejería ha utilizado para garantizar un regreso seguro a las aulas en septiembre. Y, hay que reconocerlo, no les ha salido nada mal hasta ahora, pues los docentes servimos de rastreadores gratuitos y los centros educativos de guarderías para que la maquinaria capitalista no se detenga. Poco o nada importa la salud del alumnado y, menos aún, la del profesorado -y, por contacto estrecho, la de sus familiares-. 

Sin embargo, como buenos gallos de corral, estos políticos, cuando han creído que la cosa estaba controlada, han sacado pecho o han hecho un concurso para ver quién mea más lejos y han pedido autonomía para gestionar una crisis para la que, según ellos, estaban preparados, pese a que, día a día, se demuestra que les ha venido grande. Así ha transcurrido el verano y el otoño. Y nadie ha querido tomar decisiones que les pueda costar un puñado de votos (ni siquiera el alcalde de un pueblo pequeño). En este tiempo de tranquilidad relativa, se ha hablado muy a la ligera del compromiso y la ejemplaridad de la sociedad (no olvidemos que lo único que se nos pidió en marzo y lo que ahora reclaman es que nos encierren para que no salgamos de casa, porque no somos capaces de seguir con responsabilidad y civismo las indicaciones que se nos da), del mismo modo que, cuando han saltado las alarmas, se ha atacado a algunos sectores de irresponsables, con tal de no asumir la parte de culpa que cualquier político tiene por las manifestaciones hechas y por las decisiones tomadas. Como buen futbolista, la culpa siempre al árbitro. 

Ha sido una tremenda irresponsabilidad vender una imagen amable de la pandemia, pintar arcoíris de colores y, con un frágil discurso aprendido en un curso rápido de coaching, repetir como una letanía que esto lo salvaremos entre todos y que, sin duda, saldremos más fuertes y mejores de la crisis (desgraciadamente, estamos perdiendo una posibilidad de oro para replantearnos nuestra forma de estar en el mundo; la apelación al consumismo navideño ha sido una triste prueba de esta agonía), pero más irresponsable aún ha sido vendernos la idea de que había que salvar la Navidad -no creo que a nadie en su sano juicio le sorprenda lo que está pasando y lo que nos espera en las próximas semanas- y la consiguiente relajación de todas las medidas tomadas en noviembre y diciembre. En apenas tres semanas se han tirado por el desagüe todos los esfuerzos que una parte de la población ha hecho (repito, una parte de la población, pues no voy a falsear la realidad ni a vender irreales goles colectivos de una serie de dibujos animados japoneses... no, señores, pues son demasiados muertos y enfermos los que están pagando los excesos e insolidaridad de muchos).

No ha habido narices de mantener el cierre perimetral de los municipios, ni siquiera de las comunidades (salvo alguna excepción), en Navidad. El virus ha circulado libremente por todos los rincones de la geografía y sus efectos están siendo devastadores en aquellas zonas en las que hasta ahora el Covid había tenido menos impacto. Vivo en Pozoblanco, y Los Pedroches hasta la semana anterior a las fiestas era una de las regiones de Andalucía menos afectadas. Ahora mismo, sin embargo, estamos disparados. Las causas de este aumento son muchas y muy dolorosas de analizar. Desde las actuaciones individuales a las de las administraciones locales, sin olvidar las de los gobiernos autonómicos, que han permitido un trasiego de personas sin control.  

Esos mismos políticos exigen al Gobierno que decrete un confinamiento total y vaticinan lo que la mayoría sabíamos que iba a pasar desde que ellos decidieron relajar las medidas. Todo lo que sea, con tal de no admitir su parte de culpa, cuando debería ser tan sencillo como decir: "señores y señoras, lo siento. La hemos cagado. Les pido perdón. Intentaremos corregir los errores, de los que soy consciente. Les prometo trabajo, transparencia, honestidad y compromiso".

Y que trabajen de una puta vez todas las administraciones públicas, con independencia del color político, por el bienestar y la salud de los ciudadanos. 


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