Cinco años después de Fracturas y del volumen de relatos Azul nocturno, Rubén Martín Díaz (Albacete, 1980) publica Un tigre se aleja en la editorial sevillana Renacimiento. El simbólico título incardina el discurso poético en las coordenadas vitales del escritor: cruzada la frontera de los cuarenta, esa frágil linde en la cual la juventud parece quedar atrás, y habiendo sido padre, mira el camino recorrido para hacer balance de lo vivido, sin nostalgia, en una celebrativa afirmación del presente: “Desnudo ante el espejo, pienso: No eres ya un crío. / No lo eres. Y a pesar de ello podrías / hacer girar la Tierra devastándolo todo”.
Los treinta y tres poemas que componen el sexto libro de poesía del albaceteño se organizan en cinco partes, entre las que hay una serie de vasos liberianos y leñosos por los que discurre la savia de un árbol “que medita entre las sombras, / ausente en su raíz / de cuanto desconoce, / no intuye más certeza / que el silencio del bosque / ni más posteridad que un nuevo golpe / de viento”. La conciencia del paso del tiempo y, en relación con ello, la identidad actúan como ejes de ordenadas y abscisas de un conjunto bien trabado, en el que el tono elegíaco ha sido sustituido por otro hímnico y celebrativo de la existencia, en el que late una evidente gratitud por lo vivido, de lo que forman parte tanto la dicha, las huellas y la plenitud, como las dudas, las heridas y el dolor.
Las dos secciones iniciales entroncan directamente con los tres primeros libros del autor -Contemplación (2009), El minuto interior (2010, Premio Adonáis y Premio Ojo Crítico de RNE) y El mirador de piedra (2012, Premio Internacional de Poesía Hermanos Argensola)-, quien apuesta por un poesía que indaga en la grieta de la cual brota el misterio, un fértil territorio en el que adquiere una importancia axial la naturaleza, para, a partir de la contemplación de los pequeños detalles cotidianos, conseguir una suerte de trascendencia.
Así, en los cinco poemas de “Hombre asomado en el espejo”, entre los destacan el programático “Cosmología”, “Luz de otoño” o “Invisibles”, se presenta la pequeñez de quien mira hacia afuera para, en una singular proyección, conocerse a sí mismo y asombrarse ante el misterio de la existencia, que lo desborda y lo sobrecoge. La única actitud posible ante ello es la de impregnarse del enigma, ser parte de él, sin malgastar palabras (“escucho atento y miro sin decir / palabra”).
En las ocho teselas de “La imperfección del todo”, este yo meditativo sigue centrando su atención en el alrededor para celebrar la belleza de su imperfección (“La espina” o “Imperfección”) e intuir la incertidumbre y la transitoriedad de su esencia, presente ya en algunos versos de Fracturas (“Árbol ausente”, “A contraluz” o “Extraña sencillez”).
Este mundo exterior, que es mirado por el yo, proyecta, a su vez, la mirada del yo hacia adentro de sí mismo en los nueve fragmentos de “Un pedazo de vida irrepetible”, con lo que el tono se vuelve más intimista. Aparecen, así, temas como la paternidad (“Hijo” y “Entre mis brazos”), la memoria tejida junto a los seres queridos (“Arte de cetrería” o “Las ruinas”), el deporte (“Un encuentro”) y la poesía como instrumento para acceder a lo indecible y sondear el misterio de la existencia (“Certeza”, “Eso que no se nombra” o “Tiempo de quimeras”).
Semejante labor de introspección continúa en las seis catas en la juventud del sujeto poético ofrecidas en “Los tiempos sin nombre”, donde este evoca, sin melancolía, algunas vivencias sobre las que se ha cimentado el hombre actual (“Salvajes”, “Sala Alcatraz” o “Lámpara de lava”).
La labor de evocación y de celebración de lo vivido se convierte, pues, en un intento de construir la identidad de un hombre, desdoblado y en soledad, que sondea los abismos de su ser en las cinco piezas de “Ese animal salvaje” (“Lo que eres”, “Paisaje con ausencias”, “Noche de lluvia” o “El tigre”) .
Toda esta arquitectura temática es trabajada con un estilo sobrio, elegante y cuidado, en el que, además de la propia selección léxica, destaca la sintaxis limpia, el pulcro ritmo del verso blanco, la brillante selección de las imágenes y el inteligente empleo de recursos tan arriesgados como el hipérbaton, la sinestesia o la hipérbole, que no restan naturalidad a un libro honesto, de una gran homogeneidad y coherencia.
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