Hoy, después de encontrarme con la extraña imagen de un instituto sin vida -salvo algunos compañeros curiosos que querían recoger el momento y un par de directivos que cumplían con su función- y después de contemplar el proyectil a la distancia mínima permitida, observo junto a un fotógrafo amigo y una periodista cómo los dos Tedax de la Guardia Civil, en colaboración con los agentes de Pozoblanco, guardan el artefacto en una bolsa desfragmentadora de color azul y se disponen a trasladarlo a campo abierto -cerca de las minas de El Soldado, otro paisaje de Los que miran el frío- para explosionarlo de manera controlada. En esos momentos no puedo apartar de mi cabeza que esta bomba de poco más de medio metro y de unos cuarenta kilos sea una de las que cayó sobre el protagonista de mi relato. Os dejo un fragmento de "Dos cuadernos".
"La guerra del cabo estaba jalonada
no por las grandes conquistas pregonadas en la radio o de viva voz entre los
batallones, sino por los dos únicos momentos en los que sintió aquella extraña
mezcla de supervivencia y depredación. El primero, nada más bajar del tren en
Pozoblanco. El intenso fuego de la aviación enemiga apenas dejaba ver el sol
recogerse en un violeta oscuro. Cuando comprendió que los aviones no tardarían
en alcanzarle, se tiró del vagón de madera sin que el tren se hubiera detenido
del todo, a la altura del puente de San Antonio. Aprovechando las sombras de
las vías excavadas en la loma y el silencio metálico de las mismas, se arrastró
como una oruga, escondiendo la cabeza entre los hombros, hasta salir del
perímetro de la estación. Él y otros cuatro soldados se internaron en una finca
donde solo quedaban tres gallinas que picoteaban la soledad, y esperaron a que
todo pasase. Entre el heno apelmazado del verano anterior encontraron un par de
huevos. José los cogió y los cascó en el irregular borde de su plato de
aluminio. Con la bayoneta los batió. Sacó de la mochila un poco pan duro y lo
migó sobre la masa anaranjada. Ofreció el revuelto a los desconocidos
compañeros. Llevaban un día y medio sin comer y, por un momento, lo que sucedía
a escasos quinientos metros resonaba a lo lejos."
(Los que miran el frío, Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2011, pp. 67-68)
No hay comentarios:
Publicar un comentario