miércoles, 14 de mayo de 2014

Encontrada una bomba de la guerra civil en el IES Antonio Mª Calero

Es la primera vez que recibo la orden de no ir a trabajar un día laborable. La causa ha sido el hallazgo de una bomba de la guerra civil durante las obras de ampliación de nuestro centro. Aunque esta mañana he recorrido el camino diario hasta el instituto, la sensación ha sido bien distinta. Sabía que los Tedax llegarían sobre las diez y media para desactivar la bomba, así que no tenía prisa. Paso a paso volvían a mi cabeza los testimonios de los bombardeos que la aviación fascista realizó contra la estación de ferrocarril de Pozoblanco, adonde llegaban los trenes cargados de milicianos republicanos movilizados a la zona para resistir la ofensiva de las tropas nacionales. Los trenes eran un objetivo fácil para los aviones extranjeros. En más de una ocasión los jóvenes combatientes tuvieron que tirarse fuera de los vagones en marcha para evitar ser alcanzados antes de pisar la tierra de Los Pedroches. Amenazados por un fuego infernal buscaban cobijo, como podían, entre los accidentes del terreno y las fincas cercanas. Aunque el paisaje que piso no sea el mismo, imaginé en no pocas ocasiones -mientras tramaba y escribía "Dos cuadernos", el cuarto relato de Los que miran el frío- cómo habría sido la llegada del cabo José Alamillos Romero, uno de estos jóvenes inexpertos obligado a combatir, cómo se arrojaría del tren para salvar la vida. Yo no podía pasear por los raíles ni por los socavones que le habrían servido de refugio momentáneo, pero recomponía o inventaba el trayecto agónico desde el antiguo puente de San Antonio -situado en la rotonda que hay junto al Mecadona- hasta una finca cercana a la vieja estación de tren -cuyo perímetro abarcaba el hospital, el instituto y el antiguo centro de convivencia-.
Hoy, después de encontrarme con la extraña imagen de un instituto sin vida -salvo algunos compañeros curiosos que querían recoger el momento y un par de directivos que cumplían con su función- y después de contemplar el proyectil a la distancia mínima permitida, observo junto a un fotógrafo amigo y una periodista cómo los dos Tedax de la Guardia Civil, en colaboración con los agentes de Pozoblanco, guardan  el artefacto en una bolsa desfragmentadora de color azul y se disponen a trasladarlo a campo abierto -cerca de las minas de El Soldado, otro paisaje de Los que miran el frío- para explosionarlo de manera controlada. En esos momentos no puedo apartar de mi cabeza que esta bomba de poco más de medio metro y de unos cuarenta kilos sea una de las que cayó sobre el protagonista de mi relato. Os dejo un fragmento de "Dos cuadernos".



"La guerra del cabo estaba jalonada no por las grandes conquistas pregonadas en la radio o de viva voz entre los batallones, sino por los dos únicos momentos en los que sintió aquella extraña mezcla de supervivencia y depredación. El primero, nada más bajar del tren en Pozoblanco. El intenso fuego de la aviación enemiga apenas dejaba ver el sol recogerse en un violeta oscuro. Cuando comprendió que los aviones no tardarían en alcanzarle, se tiró del vagón de madera sin que el tren se hubiera detenido del todo, a la altura del puente de San Antonio. Aprovechando las sombras de las vías excavadas en la loma y el silencio metálico de las mismas, se arrastró como una oruga, escondiendo la cabeza entre los hombros, hasta salir del perímetro de la estación. Él y otros cuatro soldados se internaron en una finca donde solo quedaban tres gallinas que picoteaban la soledad, y esperaron a que todo pasase. Entre el heno apelmazado del verano anterior encontraron un par de huevos. José los cogió y los cascó en el irregular borde de su plato de aluminio. Con la bayoneta los batió. Sacó de la mochila un poco pan duro y lo migó sobre la masa anaranjada. Ofreció el revuelto a los desconocidos compañeros. Llevaban un día y medio sin comer y, por un momento, lo que sucedía a escasos quinientos metros resonaba a lo lejos."

(Los que miran el frío, Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2011, pp. 67-68)


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