miércoles, 25 de septiembre de 2013

Ángel Olgoso, orfebre de la palabra

 

 
Escritor meticuloso y reflexivo, Olgoso ha conseguido forjar, con tesón y sin prisa, una de las voces imprescindibles de nuestra narrativa breve más reciente. En este proceso de crecimiento, son clave los seis años que median entre la aparición de sus dos últimos libros: Astrolabio (Cuadernos del Vigía, 2007) y Las frutas de la luna (Menoscuarto, 2013). Dicho período no ha sido un erial sino que, a lo largo de él, la presencia del cuentista granadino se ha vuelto imprescindible en cualquier antología que se precie al tiempo que sendas muestras antológicas de su obra han aparecido en dos de las editoriales más importantes del género: La máquina de languidecer (Páginas de Espuma, 2009), selección de sus más recientes microrrelatos, y Los líquenes del sueño (Tropo, 2010), amplia recopilación de cuentos escritos entre 1980 y 1995.
Las frutas de la luna son veinte historias de desigual extensión, combinadas de manera armónica las de largo recorrido con otras más breves, en la frontera con el microrrelato. Tejidas con habilidad, precisión y sutileza, en ellas, el autor ofrece una perspectiva desconocida del mundo en que vivimos mediante la sutil intromisión del misterio en la cotidianidad. Se trata, por tanto, de narraciones que nacen en la fértil frontera que une lo verosímil y lo increíble, la realidad y la irrealidad, las existencias y las ensoñaciones. De este modo, es inevitable que el lector fiel se encuentre con temas recurrentes en el representante más genuino del relato fantástico en España a día de hoy; sin embargo, junto a ellos descubrirá a un nuevo Olgoso, más metafísico, que sondea el misterio del mundo y, por tanto, de nuestra existencia, definida por las relaciones que establecemos con lo que nos rodea. Este nuevo giro en su narrativa se aprecia desde el cuento que abre el volumen, “Contraviaje”, metáfora del desmantelamiento del mundo provocado por un capitalismo voraz, en el cual dos operarios uniformados bajan de una camioneta en la que reza el rótulo “Unidad de Ensamblaje y Despiece” y proceden a desmontar todo lo que existe.
Desde esta primera historia, podemos apreciar también cómo se funde el hábil manejo de los tiempos narrativos, medidos con exactitud incluso en los relatos más breves, en los que evita el final sorpresivo al que se llega de manera inmediata, con un preciso dominio de la lengua, a la que trata con especial mimo, consciente de que un escritor debe intentar explotarla hasta el límite de sus posibilidades -pues solo buceando en la periferia puede ensancharse el lenguaje y crear una obra de altura-, pero sin olvidar, en ningún momento, que debe plegarse a las necesidades de la narración. En este sentido, Olgoso trabaja el cuento con la precisión y la lentitud del orfebre que engasta sensaciones y emociones y trabaja cada palabra hasta que consigue que la narración, que exhala poesía, funcione y atrape al lector, dejándole en la mente una serie de sensaciones difíciles de expresar que le sacuden con fuerza.
El libro es una muestra más de la prosa sin fallas del escritor nacido en Cúllar Vega, capaz de construir un libro compacto en el que todas las historias están a la misma altura. Sin embargo, y por difícil y osado que parezca, no puedo resistirme a señalar algunas de las que más me han emocionado. Sin duda, “El síndrome de Lugrís”, donde esboza con acierto el camino que conduce al protagonista al abismo de la locura, con la consiguiente pérdida de recuerdos y afectos, de puntos de referencia en el mundo real y de coordenadas espacio-temporales, ocupa un lugar central en el volumen no solo por el número de páginas que lo componen, 40, sino también por la compleja trabazón narrativa, por la altura estilística y por el dominio de la lengua. Junto a ella y a “Contraviaje”, destacan “Designaciones”, contundente y conciso relato sobre el maltrato; “Suero”, la semblanza de dos mujeres, hija y madre, cuyas existencias empiezan y acaban ante la impasible indiferencia del gotero; “Perlas de Indra”, la terrible historia de la muerte de una niña de nueve años a la que se le arrebata la inocencia de golpe; “Aramundos”, sutil estampa de un afilador que deambula de pueblo en pueblo con su bicicleta y de la hipnótica música que emana de su chiflo, capaz de suspender el tiempo y la vida; “Materia oscura”, acerca del abyecto apagón, y las caóticas consecuencias, a que se ve sometida la humanidad por parte de la Compañía eléctrica, trust que monopoliza el sector energético y sacrifica el progreso y bienestar social en aras de su ansia despótica; “Dibujé un pez de polvo”, en torno a la desolación que invade Dios, orfebre del mundo, al sentirse arrinconado por el hombre, y la monotonía de una existencia que se sabe estéril; “Dybbuck”, en el cual hace de su natural timidez y pudor para hablar en público materia narrativa; el hábil “Jueces del valle de Josafat”, hábil diálogo construido a partir de los cuchicheos de dos hombres y tres mujeres durante un velatorio; el ingenioso “Reliquias”, en el que el humor emana de la contemplación de una singular reliquia de Cristo, y “Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde”, donde la pintura se convierte en literatura a través del pintor romántico Friedrich y el testimonio de un coetáneo.
Sería una imprudencia por mi parte desvelar más de un libro rotundo, escrito a fuego lento y en el que los ingredientes han ido macerando con tranquilidad hasta conseguir una prosa precisa, densa, exuberante y empapada de poesía. Solo me queda instar a abrir un libro que debe leerse despacio, saboreando cada palabra, antes de que todas las emociones y sugerencias estallen en nuestra cabeza.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

"Todas las lenguas de los hombres"


T.D. Lawrence Hendershot, Fria H. Bear, Frank “Snowhill” Maltese, Martin Walsh, Gena Blair y Anthony Salomon, miembros del grupo literario La Troupe, y Alfred Whalbergstone, escritor casi desconocido a quien el grupo toma como referente, son las distintas máscaras detrás de las cuales se oculta Jesús Fernández (Córdoba, 1974) en su primer poemario, Todas las lenguas de los hombres (La Bella Varsovia, 2013). Sin embargo, no se trata del debut literario de este joven cordobés, graduado en Ciencias Económicas y Empresariales. Habitual de diversas antologías (¿Qué nos han hecho?, Sais, Sin dejar señales y A gustar convidan. Gastropoesía) y revistas (Huella indeleble, Bar Sobia o Elefante Rosa, entre otras) ha publicado, con anterioridad, dos plaquettes: El pequeño y valiente librillo de versos de Andrés Malpaso, trasunto del propio escritor, (2005) y Poemas bárbaros (2006). En la obra que nos ocupa, Fernández configura un complejo mundo literario habitado por creadores imaginarios, a los que confiere corporeidad entrelazando tanto sus complejas vidas, con tintes malditos (“Un hombre sin nada es un abismo” o “Todos los ríos comienzan con una lágrima”), como sus respectivas obras, de las que nos ofrece una antología estructurada en torno al trágico suicidio de T.D. Lawrence (“Ahogarse / mientras besas / a una mujer de agua”) y a la obra de Alfred Whalbergstone.

(Publicado en Cuadernos del Sur, 8 de junio de 2013, p. 7)

martes, 10 de septiembre de 2013

Homenaje a Juan Bernier: 'Arqueología interior'



El número 2 de la revista Suspiro de Artemisa, dedicado a Juan Bernier, se presentó en Córdoba en marzo de 2011 dentro del ciclo Versos sumados, en el marco de Cosmopoética. Os dejo el poema inédito con el que colaboré.



ARQUEOLOGÍA INTERIOR

Es un hombre cualquiera quien excava
bajo la frágil roca del invierno.
Ha aprendido el lenguaje de lo inerte
y encuentra aquí en la tierra
un pozo donde cobijar las dudas
y los deseos,
hecho de la materia
con que se hacen los dioses.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Marcas y soliloquios", nueva antología de Caballero Bonald



Con motivo de la concesión del Premio Cervantes a Caballero Bonald el pasado mes de noviembre, se multiplican en los anaqueles de las librerías reediciones y antologías del escritor jerezano. Marcas y soliloquios, nacida con la intención de difundir la poesía de este poeta que también ha cultivado la novela, las memorias y el artículo, es una de ellas. La selección de los textos, bastante acertada en la medida en que permite al lector menos familiarizado con la poesía bonaldiana hacerse una idea de su evolución poética, corre a cargo del poeta y crítico jienense Juan Carlos Abril, quien, para ayudar a semejante propósito, firma un esclarecedor prólogo. “Escritor discontinuo, o a rachas”, como él mismo se define, Caballero Bonald es uno de esos creadores extraordinarios que consigue sobrevivir a su época y que, más allá de las modas estéticas, permanece como referente para las generaciones siguientes. Quizá su permanencia se justifique en la defensa de una ética estética. El compromiso se manifiesta inevitablemente en el modo como nos relacionamos con el fragmento de mundo en que nos ha tocado vivir y en la personal mirada que le da sentido a lo que nos rodea. Autor de once poemarios, número que según el propio autor no parece que vaya a incrementarse, su poesía ha atravesado diversas etapas o ciclos, si seguimos la terminología de Abril. El carácter metafísico de sus inicios (Las adivinaciones, Memorias de poco tiempo y Anteo) se convirtió en un tono mucho más comprometido, aunque sin llegar a ser demagógico ni panfletario (Las horas muertas y Pliegos de cordel), y en un cierto barroquismo tanto en la concepción del mundo como en la formulación del discurso lírico (Descrédito del héroey Laberinto de Fortuna), antes de desembocar en sus cuatro obras de plenitud: Diario de Argónida (1997), Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) y Entreguerras o De la naturaleza de las cosas (2012). Un legado a la altura de muy pocos.

(Publicado en Cuadernos del Sur, 13 de julio de 2013, p. 7)