viernes, 13 de septiembre de 2019

"Breve historia de la literatura de Los Pedroches", en la revista "Contracorriente"

Tejida con paciencia y buen hacer por Manuel Rubio Pedrajas, que se jubiló el curso pasado, la revista Contracorriente, del IES Los Pedroches, ha llegado al número diecisiete. Agradezco a Manuel y a mi amigo Antonio Morillo que me propusieran colaborar en ella con un resumen de la conferencia sobre literatura de Los Pedroches que impartí el 14 de abril de 2016, en el marco de las IV Jornadas sobre patrimonio histórico en el valle de Los Pedroches".





Los Pedroches conforman una de las regiones de España con los rasgos geográficos y culturales más definidos. Con semejante afirmación no estoy descubriendo nada que una mirada inquieta y curiosa no sea capaz de apreciar a simple vista. Dentro de su riqueza patrimonial existen varias hermanas pobres. Una de ellas es la literatura. Pese a que todo nuestro patrimonio quede salvaguardado, al menos en parte, a través de ella y pese a las fructíferas relaciones que establece con otras manifestaciones patrimoniales, la literatura de Los Pedroches aún no es valorada como se merece.
Pero lo primero que debemos preguntarnos es qué entendemos por literatura de Los Pedroches, si es que puede hablarse de tal, pues la literatura trasciende toda frontera geográfica y busca emocionar al lector, con independencia de su nacionalidad o de su cultura. Para ello bucearemos en nuestra tradición literaria hasta llegar a la diversidad de voces que conviven y comparten, de modos muy diversos, unas posibles señas de identidad. En este paradójico intento de definición huiremos de desgastados y trasnochados conceptos románticos nacionalistas, que más que unir tienden a disgregar, más que enriquecer una sociedad tienden a empequeñecerla.
Dicho esto, es obvio que entendemos por tal la creación literaria producida por autores nacidos o enraizados en nuestra comarca, al tiempo que defendemos la necesidad de incluir todas aquellas voces y miradas que aportan, desde fuera, matices nuevos y inéditas perspectivas a nuestra herencia patrimonial, enriqueciéndola, vivificándola y proyectándola hacia el futuro. A ellas habría que sumar, igualmente, las cada vez más escasas -por no decir ya prácticamente inexistentes- manifestaciones literarias orales generadas por la comunidad.
La siguiente pregunta que hemos de plantearnos es si esta literatura forma parte de nuestro patrimonio. Aunque la respuesta parezca sencilla, creo conveniente hacer unas consideraciones previas. En primer lugar, debemos distinguir entre literatura popular y literatura culta. Más que la clásica división fundamentada en la autoría -autor anónimo/autor conocido- o en la forma de transmisión -oral/escrita- es necesario acudir a factores de identidad y uso, es decir, al hecho de que las comunidades reconozcan dichas composiciones como parte integrante de su patrimonio cultural. De hecho, para considerar cualquier composición literaria parte del patrimonio cultural inmaterial tiene que cumplir tres requisitos fundamentales: la vitalidad, la representación identitaria y la transmisión. Las creaciones literarias que no cumplan con este triple presupuesto pertenecerán al patrimonio literario de una comunidad, pero no a su patrimonio cultural inmaterial.
En un terreno resbaladizo se encuentran los géneros autobiográficos e, incluso, los biográficos, pues, con independencia de su procedencia, pueden llegar a incorporarse a la tradición oral como memoria compartida y representativa de una comunidad. De nuestro patrimonio cultural inmaterial, es obligado destacar las ricas y diversas manifestaciones orales -coplas o canciones populares: jotas, villancicos…- y, en menor medida, las narraciones orales. Con todo, debemos advertir que tales manifestaciones están condenadas a extinguirse o, como mucho, a pervivir como un lince en cautividad, ya sea en los discos de los principales grupos musicales de la comarca -como Aliara o Jara y Granito-, ya sea a través de la obra de algunos escritores que se han afanado en recogerlas por escrito para que no se perdieran definitivamente –Juan Bosco Castilla, María Antonia Rodríguez, Pedro Tébar o Alejandro López Andrada, por citar solo algunos-, perdiendo, de manera inevitable, todos sus rasgos definitorios.
Otras dos cuestiones que dificultan nuestro intento de definición son, por un lado, el hecho de que nuestra tradición desborda los estrechos límites de la lengua española -pues aparece escrita en tres lenguas distintas, y cito cronológicamente: árabe, latín y español-, y, por otro, que abarca terrenos que hoy difícilmente englobaríamos dentro del marbete de literatura como la medicina, la historia, la doctrina teológica, el derecho, la filosofía o la filología.
Del primero de quien tenemos noticias es del astrónomo y filósofo Al-Bitruji, nacido en Pedroche en el siglo XII, autor de un Tratado de astronomía, que, junto a Averroes, Maimónides y Avempace, forman lo más granado de la filosofía califal de época árabe. Del mismo siglo son el mítico oculista Muhammad Al-Gafequi, autor de la célebre Guía del oculista, escrita para la formación de su hijo, y este, Amhed Al-Gafequi, sin duda el más importante farmacólogo de Al-Ándalus, autor de varios libros de medicina.
Otra figura crucial es el pozoalbense Juan Ginés de Sepúlveda, cronista oficial y capellán de Carlos V, autor de numerosas obras jurídicas, filosóficas, teológicas y filológicas, escritas todas en latín. En latín escriben también eclesiásticos coetáneos suyos como el pedrocheño Juan Mohedano de Saavedra, autor de una obra jurídica, o el franciscano Miguel de Medina, nacido en Belalcázar, quien firma divesas obras de carácter doctrinal. A la misma orden pertenecieron los también belalcazareños Diego Bravo, nacido en el último cuarto del XVI, y Lucas Ramírez Arias (siglo XVIII), autores ambos de numerosas obras de teología y doctrina cristiana. Junto a ellos destaca, con poderosa vitalidad, la monja ascética Marta Peralbo, natural de Pozoblanco, que en el siglo XVII se convierte en una de las pocas mujeres que decide escribir sus memorias, ya en lengua española. Antes solo lo hicieron Leonor López de Córdoba, en el siglo XIV, y Santa Teresa de Jesús, en el XVI. De estos retazos de su vida y sus experiencias únicamente se conservan los fragmentos que el eclesiásito Juan Capistrano incluyó en su Vida admirable de la esclarecida virgen y sierva de Dios Marta Peralbo.
En cuanto a las manifestaciones literarias propiamente dichas, el primer texto en que se hace referencia a nuestra comarca, aunque sea de una manera completamente idealizada, ateniéndose al tópico del “locus amoenus”, el lugar ideal, que tanto se aleja de la realidad de nuestros campos, data del siglo XV: la “Serranilla VI”, del Marqués de Santillana -tal vez la más lograda de toda la serie-, en la que se cuenta el encuentro de un noble con una vaquera, a la que, admirado por su belleza y por su gracia, requiebra en vano. Y cito tal texto pese a las dudas que despierta en no pocos estudiosos que la célebre vía del Calatraveño se corresponda con la puerta de entrada a nuestra comarca al hacer el trayecto entre Córdoba y Toledo.
Excepción hecha de este incierto islote, debemos esperar hasta el siglo XVIII para encontrarnos con los primeros documentos literarios, propiamente dichos. Me refiero a dos romances de ciego, publicados en pliegos de cordel y firmados por el hinojoseño Manuel Sancha de Velasco: “Trágico moral romance en que se describen las desgracias que con una loba rabiosa acaecieron en esta villa de Hinojosa del Duque…” (1787) y “Romance nuevo en que se expone al público un monstruo de naturaleza triforme…” (1789).
Del siglo XIX tenemos referencias múltiples por parte de cronistas, historiadores y eruditos a un territorio al que denominan, con las anteojeras propias del romanticismo ensoñador, “valle” de Los Pedroches, denominación que surge a mediados de dicha centuria. De ellos, el principal es el insigne Luis María Ramírez de las Casas-Deza, quien en su archiconocida Corografía histórico-estadística de la provincia y obispado de Córdoba, alude en diversas ocasiones al carácter, usos, costumbres y al patrimonio material de diversos pueblos de la comarca. A mediados del siglo nace en Móstoles el futuro jarote Juan Ocaña Prados, articulista, historiador, periodista, pero también dramaturgo y poeta de tono humorístico, padre del historiador Juan Ocaña Torrejón.
Pero no será hasta 1886 cuando nazca, en Pozoblanco, el primer escritor de cierto empaque: Antonio Porras Márquez, quien dio sus primeros pasos literarios con dos libros de poemas (País de ensueño y El libro sin título), a los que siguieron unas narraciones infantiles recogidas bajo el título de Curra, merecedoras del premio Juan y Rosa Quintana. Pero, si se le recuerda por alguna obra, esa es El centro de las ánimas, por la que obtuvo el Premio Fastenrath de la Real Academia Española, correspondiente al quinquenio 1922-1927, una novela de corte costumbrista que transcurre en un pueblo de la sierra de Córdoba, que se convierte en la primera universalización de la realidad de Los Pedroches. De hecho, el mismo Azorín se refirió a ella como “el libro de la sierra de Córdoba”. Tras esta novela publicó un interesante libro de relatos, El misterioso asesino de Potestad, y dos novelas Santa mujer nueva y Lourdes y el aduanero, además de numerosos artículos periodísticos, alguna biografía y diversos estudios y compilaciones de textos.
Coinciden con él en el tiempo tres escritores menores: Antonio Rodríguez de León, Miguel Ranchal y Juan Ugart Fernández. Los dos primeros, por los que siento una especial predilección, están vinculados a Villanueva del Duque; el tercero, a Villanueva de Córdoba.
La producción literaria tanto de Antonio Rodríguez de León como de Miguel Ranchal ha quedado oscurecida por la labor política llevada a cabo -el primero como gobernador civil; el segundo como alcalde-. Pese a unos inicios más que prometedores, en los que estaba conectado con el grupo sevillano del 27, la obra de Rodríguez de León se fue diluyendo poco a poco, al tiempo que su participación en la vida política se hacía más intensa. Con todo llegó a representar y publicar varias piezas teatrales de un amable tono costumbrista, entre las que destaca Alteración de clases, y un par de novelas -Edipo padre y Redimida-, además de numerosos poemas en múltiples publicaciones periódicas. Después de la guerra se limitó a colaborar con diversos periódicos y revistas -y a transitar en silencio y de manera íntima la poesía-, entre ellas España de Tánger o la revista Semana, enmascarado bajo diversos pseudónimos -de ellos, el más conocido fue el de Sergio Nerva-, llegando a convertirse en un prestigioso crítico teatral, reconocido en 1958 con el Premio Nacional de la Crítica Teatral y en 1960 con su designación como miembro del Instituto Internacional de Teatro de la UNESCO.
Más visceral, más desgarrada y más conectada con la realidad social de su pueblo de adopción, Villanueva del Duque, es la obra del pozoalbense Miguel Ranchal, incardinada siempre en unas circunstancias vitales apasionadas y, por tanto, rico testimonio para historiadores. Dueño de una prosa sencilla y directa, ágil y viva, escribió numerosos artículos en presa y publicó varios libros: ¡Alerta!, donde al hilo de las vivencias en la guerra de Marruecos, denuncia la inutilidad de todo conflicto y el horror y la crueldad que genera; Los profesionales de la muerte, un folleto sobre cuestiones mineras de actualidad, y Huellas del dolor, colección de relatos realistas en los que aborda, desde una visión socialista del mundo, la compleja realidad del momento que le ha tocado vivir, deteniéndose en el drama de los mineros de El Soldado.
Por su parte, el poeta ultraísta Juan Ugart participó junto a Juan Bernier, Enrique Moreno y José María Alvariño en tertulias y actividades culturales de la capital cordobesa. Después de publicar en 1935 su único poemario, Los presentes de abril, constituyó, junto a Ortiz Villatoro y Enrique Moreno, entre otros, la revista Ardor, considerada por algunos estudiosos como predecesora de Cántico, de la que solo se publicó el primer número, en 1936.
En estos cuatro casos, la guerra civil supone, al igual que en otros muchos, el final de una trayectoria literaria, bien sea por la muerte física de la persona que escribe -ya sea en la barbarie del combate, como es el caso de Ugart, muerto en la batalla del Ebro; ya sea en la ignominia de la represión, como Ranchal, fusilado en el campo de la Bota, en Barcelona, en 1940-, bien por el silenciamiento al que el autor se somete, desviando su interés intelectual a otros ámbitos de la creación, como sucede con Porras o Rodríguez de León.
Tal autosilenciamiento no se produce en otros dos escritores de obligada referencia: Corpus Barga y Pedro Garfias. El primero está vinculado a Belalcázar, localidad donde nació su padre y a la cual es enviado por su tío tras la muerte de sus progenitores; el segundo, ligado a la historia de Pozoblanco desde el momento en que fue designado comisario del batallón Villafranca. Barga alude en su novela La vida rota y en el primer volumen de los cuatro que componen sus memorias, Los pasos contados, a “la casa grande de Belalcázar”, donde pasó su infancia y su juventud, un espacio íntimo que sirve de caleidoscopio a través del cual mirar la vida del pueblo. Por su parte, Garfias, uno de los poetas más significativos e interesantes del exilio, que solía recitar algunos de sus poemas en la línea de frente, como modo de arengar a las tropas y de mantener la moral alta, escribió Héroes del sur (Poesías de la guerra), donde ahonda en la experiencia vivida en el Frente Sur, un libro que fue reconocido en 1938 con el Premio Nacional de Literatura por un jurado compuesto nada más y nada menos que por Antonio Machado, Díez Canedo y Tomás Navarro Tomás.
Tras la sangría humana y cultural provocada por la guerra, llega el silencio. No será hasta mediados de la década de los 40 cuando Antonio García Copado publique su primer libro. Este poeta jarote, el más interesante -en mi humilde opinión, por supuesto- de la poesía de posguerra, vivió en el exilio y publicó numerosos poemarios, en algunos casos de circunstancias, en otros de tono social y político, en los que evoca con nostalgia la tierra que lo vio nacer, siempre como un alegato a la concordia y a la paz: Héroes de España (1946), Dolor en la muerte del Califa. Sonetos a Manolete (1947), La roca cautiva (1952), Canción de amor imposible (1959), Canción de la ausencia irremediable (1962), Ofrenda lírica a Villanueva de Córdoba (1965), Recóndito llanto (1972) y Amor a Puerto Rico (1977). Además, publicó una novela corta, El desconocido, un libro de cuentos, El enemigo, dos obras teatrales, La voz de la sangre y Sangre gitana, y una opereta Caritina.
A finales de la década de los 50 y los años 60 aparecen otras voces, de muy diferente tono. La poesía tanto de Hilario Ángel Calero como de Diego Higuera son de una honda raíz popular, con lo que obviamente encierran un indudable valor etnológico que no siempre coincide con el literario. La aportación más personal e interesante del primero son las “hilariadas”, que fueron apareciendo en diversos periódicos y revistas, algunas de las cuales se recogen en Hilariadas (1965) y Nuevas hilariadas (1968). Se trata de breves sentencias, en las que la ironía se convierte en la principal herramienta para realizar una viva crítica social o exponer toda una manera de ver el mundo y relacionarse con él. Diego Higuera, por su parte, es autor de poemarios como La flor del destino (1978), El estrambote (1979) o Azul y sol (1999), a los que habría que sumar sus conocidas 555 dieguerías, cuyo núcleo fundamental son también unas breves composiciones en prosa de tono humorístico, que siguen algunas de las líneas trazadas por Calero, aunque encierren menos interés.
Y así llegamos a los escritores y escritoras actuales. No creo que sea pretencioso afirmar que hoy estamos viviendo una auténtica edad de oro de nuestras letras no solo por la calidad de algunos de ellos, sino también por la diversidad de voces que conviven y que aportan una visión distinta de una misma realidad. Como afirmé en el prólogo de Divergentes. 20 miradas sobre Pedroche, mi intención tanto en aquella ocasión como hoy no es configurar un canon sino ofrecer una simple cata del estado de salud de nuestra literatura. Nunca han convivido tantos y tan variados creadores, unidos por un arco de más de cincuenta años, tantas y tan diferentes apuestas estéticas, que han ampliado y diversificado la creación literaria hasta límites insospechado hace una década.
De todos estos creadores, los más veteranos -a la mayoría de los cuales este lector que os escribe, nacido ya en una más que frágil democracia, descubre en plena adolescencia son, y cito por orden cronológico: Pedro Tébar, Juana Castro, María Antonia Rodríguez, Juan José Pérez Zarco, Alejandro López Andrada, Francisco Antonio Carrasco y Juan Bosco Castilla, nacidos entre 1943 y 1959. De ellos, Juana Castro, López Andrada y Pérez Zarco publican su primer libro en la década de los 80; el resto, en los 90.
A lo largo de los primeros años del siglo XXI asistimos a una singular proliferación de escritores y escritoras, entre los que se encuentran algunos nacidos en las décadas de los 50 y 60, que publican su primer libro bien entrada la madurez: Antonio Arévalo Santos, Dolores Arroyo, José C. Calero, Conrado Castilla, José Luis Checa Alamillos, Juan Ferrero, Inés Flores Llanos, Fernando González Viñas, Manuel Ángel Gutiérrez Solís, Félix Ángel Moreno Ruiz, Pilar Muñoz Álamo, Luis Murillo, Rafael Peñas Cruz, María Pizarro, Rafaela Redondo, María Dolores Rubio de Medina, María Jesús Sánchez, Julián Serrano, Antonio Manuel Viana Vigara, Juan Gómez Moreno, Isabel J. Romero y Alfonso Cantador. Más alguno que seguro omito por desconocimiento. O escritores nacidos en los 70 y 80, entre los que pueden citarse a Gloria Cambrón Pimentel, Raquel Gil Espejo, Yolanda López Rodríguez, Verónica Moreno, Mikel Murillo, Javier Redondo Jordán, Pilar Cámara o quien escribe estas páginas. Incluso, hay quien ha nacido ya en 1990, como Ana Castro.
Todos los escritores y escritoras citados, casi cuarenta, han publicado, al menos, un libro. Si somos fieles a la definición que hemos dado de literatura de Los Pedroches, deberíamos nombrar también a aquellos escritores de fuera, hayan pasado o no por cualquiera de nuestros diecisiete pueblos, que aportan su peculiar mirada a esta tradición literaria. Pero el espacio no da para más.