lunes, 25 de febrero de 2013

"Celador", de Antonio Luis Ginés



El último poemario de Antonio Luis Ginés, Celador, publicado en marzo de 2012 como número XXX de la colección Manantial, es un todo unitario formado por veinticinco poemas en los que el poeta cordobés nacido en Iznájar consigue, desde la experiencia personal de un trabajo temporal, convertir las urgencias en una descarnada metáfora de la existencia humana. La luz aséptica del hospital actúa como un caleidoscopio ucrónico (“no se distingue el día / de la noche, que va lenta / entre rostros demacrados / e ingresos que nunca llegan”) que le permite a la mirada curiosa y empática del sujeto descubrir la dimensión más dura del dolor y de la enfermedad, captados con la fina sensibilidad de quien busca en el distanciamiento (“quiero desaparecer, / no saber que sigo aquí, encerrado, / que no amanecerá / a tiempo”), bien sea a través de la aparente indiferencia (“un hombre que atraviesa / discreto, el dolor de los otros, sin detenerse. / Con los ojos abiertos, en el corazón / de los que nunca duermen.”) o de un trabajo físico duro en el almacén (“Almacén” o “Físico”), la posibilidad de alejarse “del dolor que recorre / los pasillos y las habitaciones, / en ese extraño vacío contra el que no se sabe luchar / y atraviesa las paredes / de amianto”. Esta es la única salida para admitir, sin que quiebre la salud mental, una realidad como la que a diario le pasa por delante de los ojos del yo poético:

"Sonrío,
todo con tal de no tratar con los enfermos, todo por no llevar camillas,
por no mover
la muerte
en semblantes apagados,
soportar a los familiares
irascibles, increpándote,
por no beber de una locura
en la que te sabes una pieza diminuta."

Pese al intento de distanciamiento, patente desde el primer verso (“De pronto el pijama puesto, el contrato / firmado”), el trabajador no puede evitar que la contemplación del miedo al dolor, del sufrimiento y de la muerte, presentes en todo aquello en lo que el poeta deposita la mirada (“solo el olor a sangre seca, / a desinfectantes, a yodo sobre heridas / recién cosidas”), excepto en una bella compañera con otro contrato de verano (”Un ángel”), le hagan tomar conciencia de la fragilidad de la existencia humana y lo acaben transformando, estableciéndose un sentimiento de participación afectiva con aquellos que sufren y “buscan / un destello que les calme la ansiedad / de estar vivos”:

"pero nadie te advierte que en este sitio los sueños
apenas se cumples, que no puedes cogerle
cariño al paciente porque en ese momento, justo en ese instante,
preguntas por él, que no vino hoy,
y alguien te dice
que ya no vendrá más:
su cama ya la ocupa otro enfermo."

Así, de una manera inevitable, el yo poético acaba poniéndose en el lugar de los enfermos y llega a tenerlos presentes en una noche como la de “Nochebuena”:

"A las once estaré en casa, con los míos,
habré dejado atrás la tela de araña
de los hospitales,
habré volado como un cernícalo sobre la llanura,
llevaré conmigo la voz
de los que quieren escapar
de los puntos de sutura y las paredes blancas,
de la frialdad del médico de guardia.”

Las horas dentro del hospital, “este viejo / animal que nunca duerme”, se vuelven más o menos llevaderas en tanto y en cuanto el celador desea

“Cruzar los campos, las ciudades, detenerme
donde el instante,
                               libre,
pida, reclame, respirar.                                       Saberme
dentro de cada gota de oxígeno,                        más vivo
que nunca,                                                           más despierto.”

En este sentido, su casa se revela como una auténtica Ítaca ala que regresa a diario: “La dureza del día termina con los pies en casa. / Todo resulta más sencillo, más dulce. / Quiero desconectar del trabajo, / olvidarme de cada escena.”
A la espera de que llegue la hora del regreso, la jornada laboral transcurre con lentitud y es la contemplación del exterior a través de los ventanales lo que lo mantiene unido a la vida. Así, en “Hojas en el suelo” se recrea en la belleza de un lento atardecer de otoño “que nos hace olvidar dónde estamos, el dolor que estas paredes / y estas camas guardan en su memoria, / el quejido que no cesa / como un lamento para luchar contra el daño, / para abrazar un frío siempre por llegar.”
Se trata, por tanto, de un poemario contundente e incisivo, rebosante de una autenticidad que, unida a un lirismo contenido pero efectivo (“Y huyo pasillo dentro, / bajo la luz artificial de los hospitales. / La noche / no ha hecho / más que arañar / los cristales / de la entrada y el recuerdo también huye / hacia fuera, / aunque las piernas queden dentro / atrapadas”), sabe pellizcar al lector en el estómago y sensibilizarlo ante el dolor ajeno sin necesidad de recrearse con morbosa delectación en lo más sórdido de la existencia humana:
“Postrada en la cama.
Más de tres meses casi en la misma posición,
llagas y escaras abren su cuerpo
hacia una carne podrida; ni sombra de lo que fue.
Llevamos hora y media quitando la piel muerta.
La auxiliar cabecea mareada
sobre mi hombro; el olor es insoportable.”

Este dolor ante el sufrimiento del otro se intensifica cuando se observa a los niños que “duermen en las incubadoras”, a la chica de dieciséis años de la habitación 207, al chico que aparenta dieciocho y que “se debate entre la vida o la muerte” o al niño de doce “que viene de la quimio”:
“y he visto de todo pero el dolor
en los pequeños quema aquí mismo,
en
        este
                   verso
                               que
                                       como
                                                   una
                                                            aguja
también se clava
en el brazo.”

El poeta, en definitiva, logra hacer partícipe a los lectores de esta visión a través de unos versos punzantes que no pueden ni deben dejarlos indiferentes.

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