Escritor meticuloso y reflexivo, Olgoso ha conseguido forjar, con tesón y sin prisa, una de las voces imprescindibles de nuestra narrativa breve más reciente. En este proceso de crecimiento, son clave los seis años que median entre la aparición de sus dos últimos libros: Astrolabio (Cuadernos del Vigía, 2007) y Las frutas de la luna (Menoscuarto, 2013). Dicho período no ha sido un erial sino que, a lo largo de él, la presencia del cuentista granadino se ha vuelto imprescindible en cualquier antología que se precie al tiempo que sendas muestras antológicas de su obra han aparecido en dos de las editoriales más importantes del género: La máquina de languidecer (Páginas de Espuma, 2009), selección de sus más recientes microrrelatos, y Los líquenes del sueño (Tropo, 2010), amplia recopilación de cuentos escritos entre 1980 y 1995.
Las frutas de la luna son veinte historias de desigual extensión, combinadas de manera armónica las de largo recorrido con otras más breves, en la frontera con el microrrelato. Tejidas con habilidad, precisión y sutileza, en ellas, el autor ofrece una perspectiva desconocida del mundo en que vivimos mediante la sutil intromisión del misterio en la cotidianidad. Se trata, por tanto, de narraciones que nacen en la fértil frontera que une lo verosímil y lo increíble, la realidad y la irrealidad, las existencias y las ensoñaciones. De este modo, es inevitable que el lector fiel se encuentre con temas recurrentes en el representante más genuino del relato fantástico en España a día de hoy; sin embargo, junto a ellos descubrirá a un nuevo Olgoso, más metafísico, que sondea el misterio del mundo y, por tanto, de nuestra existencia, definida por las relaciones que establecemos con lo que nos rodea. Este nuevo giro en su narrativa se aprecia desde el cuento que abre el volumen, “Contraviaje”, metáfora del desmantelamiento del mundo provocado por un capitalismo voraz, en el cual dos operarios uniformados bajan de una camioneta en la que reza el rótulo “Unidad de Ensamblaje y Despiece” y proceden a desmontar todo lo que existe.
Desde esta primera historia, podemos apreciar también cómo se funde el hábil manejo de los tiempos narrativos, medidos con exactitud incluso en los relatos más breves, en los que evita el final sorpresivo al que se llega de manera inmediata, con un preciso dominio de la lengua, a la que trata con especial mimo, consciente de que un escritor debe intentar explotarla hasta el límite de sus posibilidades -pues solo buceando en la periferia puede ensancharse el lenguaje y crear una obra de altura-, pero sin olvidar, en ningún momento, que debe plegarse a las necesidades de la narración. En este sentido, Olgoso trabaja el cuento con la precisión y la lentitud del orfebre que engasta sensaciones y emociones y trabaja cada palabra hasta que consigue que la narración, que exhala poesía, funcione y atrape al lector, dejándole en la mente una serie de sensaciones difíciles de expresar que le sacuden con fuerza.
El libro es una muestra más de la prosa sin fallas del escritor nacido en Cúllar Vega, capaz de construir un libro compacto en el que todas las historias están a la misma altura. Sin embargo, y por difícil y osado que parezca, no puedo resistirme a señalar algunas de las que más me han emocionado. Sin duda, “El síndrome de Lugrís”, donde esboza con acierto el camino que conduce al protagonista al abismo de la locura, con la consiguiente pérdida de recuerdos y afectos, de puntos de referencia en el mundo real y de coordenadas espacio-temporales, ocupa un lugar central en el volumen no solo por el número de páginas que lo componen, 40, sino también por la compleja trabazón narrativa, por la altura estilística y por el dominio de la lengua. Junto a ella y a “Contraviaje”, destacan “Designaciones”, contundente y conciso relato sobre el maltrato; “Suero”, la semblanza de dos mujeres, hija y madre, cuyas existencias empiezan y acaban ante la impasible indiferencia del gotero; “Perlas de Indra”, la terrible historia de la muerte de una niña de nueve años a la que se le arrebata la inocencia de golpe; “Aramundos”, sutil estampa de un afilador que deambula de pueblo en pueblo con su bicicleta y de la hipnótica música que emana de su chiflo, capaz de suspender el tiempo y la vida; “Materia oscura”, acerca del abyecto apagón, y las caóticas consecuencias, a que se ve sometida la humanidad por parte de la Compañía eléctrica, trust que monopoliza el sector energético y sacrifica el progreso y bienestar social en aras de su ansia despótica; “Dibujé un pez de polvo”, en torno a la desolación que invade Dios, orfebre del mundo, al sentirse arrinconado por el hombre, y la monotonía de una existencia que se sabe estéril; “Dybbuck”, en el cual hace de su natural timidez y pudor para hablar en público materia narrativa; el hábil “Jueces del valle de Josafat”, hábil diálogo construido a partir de los cuchicheos de dos hombres y tres mujeres durante un velatorio; el ingenioso “Reliquias”, en el que el humor emana de la contemplación de una singular reliquia de Cristo, y “Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde”, donde la pintura se convierte en literatura a través del pintor romántico Friedrich y el testimonio de un coetáneo.
Sería una imprudencia por mi parte desvelar más de un libro rotundo, escrito a fuego lento y en el que los ingredientes han ido macerando con tranquilidad hasta conseguir una prosa precisa, densa, exuberante y empapada de poesía. Solo me queda instar a abrir un libro que debe leerse despacio, saboreando cada palabra, antes de que todas las emociones y sugerencias estallen en nuestra cabeza.