Todo símbolo tiene una estructura significativa múltiple que lo
convierte en el ámbito donde tiene lugar el hallazgo, el punto desde el que bucear
en los márgenes de la realidad para intuir lo que nos sobrepasa y escapa a la
razón, pero nos asombra, aquello que tan solo puede ser vivido, nunca
explicado. La lluvia en el desierto,
título elegido por el propio Eduardo García (São Paulo, 1965-Córdoba, 2016)
para su poesía completa, editada por la Fundación José Manuel Lara, dentro de la
reputada colección Vandalia, multiplica su potencialidad semántica en el lector
que ha tenido el privilegio de conocer al poeta cordobés. Más allá de la lluvia
que purifica y vivifica un espacio yermo o de la capacidad de la palabra para
fertilizar el fragmento de mundo circundante e intuir el enigma que lo
sustenta, el propio volumen se revela, nada más abrirlo, como una tormenta que
nos limpia a partir del estremecimiento sufrido al redescubrir sus versos,
sabiéndonos otro lector, y al enfrentarnos a la contundente desnudez de los dos
volúmenes inéditos. En este sentido, la palabra de García nos reconcilia, en
parte, con la injusticia de su muerte prematura, obligándonos a respirar hondo
y dando las gracias –sin saber muy bien a quién- por haberlo leído, haberlo
conocido, haberlo admirado y haberse sabido amigo acogido en su diáfana sonrisa
y en su cálida palabra.
El libro, cuya publicación es uno de los acontecimientos editoriales
del año, se abre con un prólogo de Andrés Neuman, “Eduardo en el oído”, donde
se evoca al amigo escritor al hilo desordenado y frágil de la memoria, y se cierra con un epílogo de Vicente Luis
Mora, “Reencantar el mundo: el legado poético y ensayístico de Eduardo García”,
en el que analiza con el rigor y precisión
de costumbre la singularidad y el alcance de su apuesta estética. Entre ambos
textos se recogen los seis poemarios publicados por el autor y dos regalos
inesperados, La hora de la ira y Bailando con la muerte, además de ocho poemas
aparecidos en diferentes publicaciones periódicas o colectivas y otros once
inéditos. En esta labor de ordenación y preparación del material desconocido han
jugado un papel crucial su mujer, Rafaela Valenzuela, y su amigo Federico Abad.
Aunque la aparición de este ambicioso proyecto coincide, prácticamente,
con el primer aniversario de su muerte, García tenía pensado recoger toda su
obra poética –excepto Duermevela-
cuando cumpliese los 50 años; de hecho, redactó el prólogo que abriría dicha
edición. Sin embargo, la detección del cáncer lo obligó a cambiar la hoja de
ruta, y decidió agrupar los seis libros de poesía publicados junto a otros dos en
los que estaba trabajando que, si bien, no están cerrados completamente, cuentan
con su “visto bueno”.
En Las cartas marcadas
(Libertarias, 1995; Premio de Poesía Ciudad de Leganés), pese a estar claramente
instalado en la retórica de la experiencia, se pueden ver ya algunos temas,
motivos y usos del lenguaje característicos de un poeta intimista y reflexivo
al mismo tiempo, que maneja con precisión tanto el ritmo del metro como la palabra,
buscando una comunicación directa con el lector, en la que, bajo una aparente
sencillez, se encuentra un discurso muy elaborado que penetra en las contradicciones del ser.
Pero pronto García nota la estrechez del molde heredado y siente la
necesidad de explorar nuevos territorios, aventurándose a lo desconocido, con
la incertidumbre que ello genera, pero consciente de que es el camino para el
hallazgo y la revelación. Así, desde la publicación de No se trata de un juego (1998; XVIII Premio Hispanoamericano de
Poesía Juan Ramón Jiménez y Premio Ojo Crítico), que trasciende el realismo y
aproxima cotidianidad y misterio, realidad y ensoñación, emoción y pensamiento,
razón e imaginación, se convierte en uno de los referentes de la renovación
lírica de las últimas décadas.
La aparición de Horizonte y
frontera (Hiperión, 2003; VII Premio Internacional de Poesía Antonio
Machado en Baeza) supone un hito generacional y muestra la temprana madurez de
un poeta joven que, ajeno al exhibicionismo rupturista, deja a un lado las
muletas de la poesía realista para sondear los límites confusos del yo, indagar
en la frontera que une lo onírico con la realidad y convertir el lenguaje,
capaz de desvelar la realidad, en un instrumento de conocimiento, de
redefinición del mundo. El resultado es lo que el propio poeta, en quien la
creación fue acompañada de una profunda reflexión sobre el hecho poético,
define como “realismo visionario”.
Un paso más en este camino es Refutación
de la elegía (Antigua Imprenta Sur, 2006; edición no venal), en la que lo
irracional se impone, sin estériles alardes efectistas, en unos poemas que, aun
partiendo de lo cotidiano, miran hacia lo metafísico e, incluso, hacia lo
antropológico, al tiempo que empieza a adivinarse cierto tono celebrativo.
Y así llegamos a sus dos obras mayores: La vida nueva (Visor, 2008; VI Premio de Poesía Fray Luis de León y
Premio Nacional de la Crítica en 2009) y Duermevela
(Visor, 2014; XXXV Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla), en las
que, a partir de la exploración de las posibilidades de un verso libre que le
permite enlazar lenguaje y sensorialidad, ahonda en su apuesta ofreciendo
nuevas líneas de fuga mediante la indagación en los márgenes del lenguaje, que
ya no es concebido como un instrumento, sino como el territorio donde se
produce el descubrimiento; mediante la reformulación del “límite”, que ya no es
lo que separa dos mundos, sino un espacio que debe ser vivido, con lo que se
potencia la dimensión celebrativa y amorosa del poema; y mediante la exploración
de una geografía interior poliédrica, e incluso contradictoria, que lleva
aparejada la presencia de diversos tonos y de diversos registros.
Ahora bien, si el volumen nos sacude y nos provoca una descarga intensa
es por la presencia de los dos presentes que Eduardo nos ofrece a modo de
despedida: La hora de la ira y Bailando con la muerte, ambos fechables
en el mismo año de su fallecimiento y, por tanto, imposibles de desligar, a la
hora de leerlos y valorarlos, de las circunstancias biográficas que los motivan.
La hora de la ira son dieciséis
poemas breves, articulados en tres partes, en los que, a través de la experimentación
con la puntuación y del tono directo y comprometido, denuncia la injusticia
generada por la actual crisis económica y reivindica la necesidad de solidaridad entre los seres
humanos para hacer frente a la ignominia.
Por su parte, Bailando con la
muerte está escrito desde la conciencia del final, con lo que es un sereno
y vitalista ajuste de cuentas con la vida a lo largo de once poemas cuya
lectura nos sobrecoge, entre los que destacan, además del que da título al
conjunto, “En el lado oscuro”, “Puerta condenada”, “Hospital”, “Muñeco de trapo”
o “Si todo ha de acabar”, con versos que nos dejan sin aliento como: “Ya no me
reconozco en el espejo”, “que me deje escribir mi último relato” o “Si todo ha
de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte.”
La lluvia en el desierto,
pues, viene a colocar en su justo lugar a un poeta imprescindible a la hora
entender la más reciente poesía española, a un poeta esencial que supo mostrar
los caminos por los que transitaría la lírica en las primeras décadas del siglo
XXI.
(Publicado en Cuadernos del Sur, 22 de julio de 2017, p. 5)
Autor: Eduardo García.
Título: La lluvia en el desierto.
Editorial: Visor.
Año: 2017.