La
historia de la literatura está salpicada de momentos capaces de provocar un
cambio de paradigmas, generando una relación, en cierta medida, distinta entre
autor, obra y lector, con la creación de nuevos géneros literarios o con una
redefinición de los ya existentes. Es cierto que en tales coyunturas mito e
historia se confunden -sobre todo, durante el período romántico y su
programática intención de prestigiar la originalidad y la libertad creadora-,
llegando, en ocasiones, a desenfocar a los protagonistas de las mismas, el
propio hecho literario y el verdadero alcance de las apuestas creativas
generadas. Con estas precauciones, obviamente, debemos acercarnos al encuentro
que tuvo lugar en villa Diodati durante el atípico verano de 1816 entre Percy
Bysshe Shelley, Lord Byron, Mary Wollstonecraft Godwin -más tarde Mary Shelley-
y Polidori.
El
14 de mayo del año sin verano -como se conoce a 1816 por las frecuentes
lluvias, las bajas temperaturas y la oscuridad del cielo de Europa, originada
por una densa nube de ceniza, efecto de la erupción del volcán Tambora, en
Indonesia, que desencadenó un tsunami en Bali, inundó amplias regiones de China
y provocó más de 24 000 muertes-, Percy Bysshe y Mary llegaron a Ginebra, al
Hotel d´Anglaterre, a orillas del lago Leman, llevando consigo a su hijo de
cuatro meses, enfermo, y a Jane Clairmont, más conocida como Claire, hermanastra
de Mary. La intención de la controvertida pareja era conocer a Lord Byron, con
quien esta última, además de una intensa relación epistolar en la que le hablaba
de algunos poemas escritos, cómo no, a la luz de una vela, había mantenido un
par de encuentros, fruto de los cuales quedó embarazada.
Pero
más allá de esta primera intención, la pareja intentaba huir por segunda vez
–ya lo hizo en 1814, pero la falta de dinero los obligó a volver antes de los
dos meses- de las rígidas normas morales de la sociedad victoriana, que rechazaba
su relación adúltera –incluido el padre de la propia joven, William Godwin,
quien tanto había pregonado en los salones prerrománticos su oposición al
rígido y obsoleto código moral inglés, llegando a afirmar, aunque luego se
retractase, que el matrimonio era un monopolio represivo-. Durante el viaje se
agudizaron las crisis y las visiones que sufría Mary, cuya frágil salud se había
resquebrajado en los meses previos debido a la muerte de su primera hija. Este
terrible suceso se funde con la imagen de su madre, que murió al darle a luz, convirtiéndose
en una misma obsesión que la arrastra a una depresión profunda, agudizada por
la obligada resignación mostrada ante la felicidad de Percy Bysshe por el
nacimiento de un hijo con su mujer legítima, a la que el poeta regresa con
relativa frecuencia, por los coqueteos del poeta con Claire, por la controvertida
relación que ella mantiene con Hogg e, incluso, por los problemas económicos
que atraviesa la pareja.
Lord
Byron llegaría al mismo hotel el 25 de mayo, acompañado de su secretario y
médico personal John William Polidori, quien también soñaba con ser poeta,
aunque Byron ridiculizase su impericia y su carácter sumiso y pusilánime. Atraído
por una naturaleza abrupta y primigenia, Byron buscó otro alojamiento que le
hiciese entrar en comunión con el territorio y encontró Villa Diodati, por la
que se sintió atraído, en gran medida, debido al equivocado relato de un campesino
según el cual John Milton vivió en ella. Por su parte, Percy Bysshe, Mary y
Claire se instalaron en una finca cercana, aunque pasarían la mayor parte del
tiempo en Diodati.
De
todas las veladas que compartió el grupo, sobre la que más se ha escrito y
fantaseado es la del 16 de junio. Una gran tormenta hizo que aquella noche
todos se quedasen en la mansión, al calor de la chimenea. Durante la cena,
Shelley y Byron hablaban de Wordsworth y Coleridge, que frecuentaban la casa de
Mary cuando esta era una niña; de los experimentos de Erasmus Darwin, de quien
decían que es capaz de revivir anfibios muertos; de los fluidos vitales; de la
sangre; de la electricidad recién descubierta por Benjamin Franklin; de las
investigaciones con cadáveres del doctor Dippel en el castillo de Frankenstein…
De vez en cuando, Polidori intentaba aportar algo de cordura a los
interminables circunloquios, aunque los poetas, ebrios de su propia verborrea,
no le prestasen atención. Mary escuchaba en silencio, mientras su hermanastra
estaba bajo los efectos del alcohol y el opio.
En
un momento determinado, y para amenizar la reunión, Byron le pidió a Polidori
que trajese un libro. Este escogió un volumen de cuentos de terror alemanes traducidos
al francés que llevaba por título Phantasmagoriana.
Byron declamaba a la luz de los rayos que cruzaban los ventanales rotos. Al
terminar la lectura, les propuso a los presentes un juego: la creación de una historia
de terror que, luego, cada uno le contaría al resto. Todos aceptaron la propuesta.
Pese a todo lo que se ha mitificado este momento, del envite no nació ninguna
obra digna de formar parte de la literatura universal. Byron tan solo consiguió
escribir unos versos que, más tarde, aprovecharía para un poema; Shelley inició
un relato sobre un fantasma creado a partir de cenizas; Claire, ante la
imposibilidad de inventar, decidió abandonar el juego… Curiosamente, serían los
dos actores secundarios, Polidori y Mary, los únicos que escribirían algo que
encerrase un mínimo interés. Y, como es obvio, no lo hicieron esa noche. El
primero adaptó, un par de días después, un cuento de Byron titulado “El
entierro”. La segunda, cuyas alucinaciones se intensificaron con el ambiente de
la casa y el opio, sufrió un extraño sueño en el que un hombre intentaba traer
a la vida a un cadáver, utilizando para ello la ciencia. Excitada, creyó ver
los ojos amarillos de un muerto que la espiaba. Al despertarse sobresaltada,
comprobó que era un efecto óptico provocado por la luna al entrar por la
ventana de la habitación. A la mañana siguiente, le contó el sueño a su marido,
quien la animó para que continuase la historia. Lo mismo hizo Byron, impactado
por el relato. El fruto de esta visión fue un relato titulado “El sueño”.
Ambas
historias no son, obviamente, Frankenstein
ni El vampiro, pero servirán de
base a estos dos libros clave de la literatura fantástica y de terror que,
además, en el caso de la novela de Mary Shelley inaugura el género de la
ciencia ficción. Sin embargo, la mitomanía romántica, en su sacralización de la
individualidad, del genio, de la inspiración y de la libertad creativa, ha
preferido transmitir la idea de que ambas obras se gestaron aquella noche.
De
hecho no sería hasta finales de 1816 cuando Mary terminase su novela: Frankenstein o el moderno Prometeo, que
vería la luz, de manera anónima, en enero de 1818. La escritora aún no había
cumplido los 21 años, pero ya había sufrido la muerte de tres hijos –y aún
tendrá otro más-. Por su parte, El
vampiro no se publicó hasta 1819, y lo hizo sin la autorización ni el
conocimiento de su autor; es más, en un primer momento fue atribuida a Byron,
quien no se dio prisa en desmentir tal error, a sabiendas de la valía de la obra;
no en vano, el propio Goethe llegó a considerar que esta narración era lo mejor
que había escrito el poeta inglés.
Para
hacer crecer más aún el mito, todos los hombres murieron bastante jóvenes, en
el transcurso de los ocho años siguientes al encuentro. Polidori no había
cumplido los 26 cuando, acuciado por las deudas del juego y sumido en una
profunda depresión, puso fin a su vida con ácido prúsico, inventado
precisamente por el doctor Dippel; Byron murió a los 36 años en la guerra por
la independencia de Grecia, y Shelley durante una aventura acuática en la bahía
de La Spezia, antes de cumplir los 30.
Serán
las dos mujeres, Claire y Mary las que tengan una existencia más longeva. La
muerte de su amado sumirá en la depresión a la creadora de Frankenstein, que seguirá sufriendo pesadillas, al tiempo que un
tumor maligno se enraizará en la parte trasera de su cerebro, dejándola
inválida a los cuarenta y ocho años. Consagrada a publicar la obra de Percy
Bysshe, malvivió en la pobreza como escritora profesional hasta que una mañana
encuentran su cadáver en el escritorio, junto a un trozo del cabello de su difunto
esposo y una copia del poema Adonais,
dedicado a la muerte de Keats. Un final arquetípicamente romántico.
Diodati, la cuna del
monstruo, editado con mimo y buen gusto por Susana Noedas, nace
de la conversación cómplice de Francisco Javier Guerrero y Ángel Olgoso con la
intención de conmemorar el bicentenario
de este mítico encuentro a orillas del lago Leman. El atractivo volumen fusiona
la palabra con la imagen, no solo desde la sobria y sugerente cubierta de Lola
Castillo sino también con un planteamiento que alterna textos de diversa
índole, aunque nacidos de una idea común, con distintas ilustraciones a cargo
de Norberto Fuentes, Soledad Velasco, Lola Castillo, Carlos Arrabal y Anamusma.
El conjunto se ensambla, a pesar de su heterogeneidad, con cierta armonía, como
una acertada pieza musical: se divide en dos actos, compuestos cada uno por
ocho textos y cuatro ilustraciones, además de un “Interludio”, formado por un
texto y una ilustración.
En el primer
acto, que da título al volumen, se combinan una personalísima aproximación del
maestro Olgoso a la dimensión vivencial al mito; una breve estampa puramente
biográfica de Ana María Shua sobre Mary Shelley; un poema de Manuel Moya con
Lord Byron como destinatario de la carta de una lectora; el cuento “Leche” de
Óscar Esquivias, donde se conecta una anécdota biográfica de Polidori y Byron,
que están a punto de morir ahogados, con un nacimiento; el relato de un
sirviente de villa Diodati que deja la mansión, firmado por Carlos Guerrero; el
tríptico poético de Marina Tapia, articulado en los tres momentos cruciales del
nacimiento del monstruo: la invitación de Byron, la promesa de Shelley y la
advertencia de la criatura; la fingida historia de un habitante de Villa
Diodati que parte a Ginebra para cursar estudios de Teología, escrita con
acierto Alfonso Cost, o la costumbrista recreación de la decadente sociedad
burguesa que, bajo el título de “El invierno suizo de la señorita Shelley”, firma
Miguel A. Zapata.
El breve
ensayo “El Romanticismo: tormenta y rebelión”, de Inés Mendoza, sirve de
interludio y su mayor interés radica en la defensa que hace del carácter
revolucionario de los poetas satánicos ingleses y en la denuncia de que la
crítica más conservadora ha intentado dulcificar sus apuestas éticas y
estéticas inconformistas y radicales, desvirtuándolas, para hacernos llegar una
imagen edulcorada de los protagonistas y obviando, interesadamente, la esencia
crítica de su pensamiento y de sus obras.
El segundo
acto, “El monstruo sigue vivo”, está compuesto por otros ocho textos en
los que se actualiza y revisa tanto la célebre
reunión como sus consecuencias literarias. Se abre con “Otro año sin verano”,
de Francisco Javier Guerrero, tejido en torno al misterio que genera el
hallazgo de un manuscrito por parte de unos niños. Le sigue “El sueño de la
razón”, uno de los cuentos que más me ha deslumbrado, de Francisco López
Serrano, en el que se narra, en futuro, la historia de un escritor que llegará
en avión a Ginebra para recibir un premio. Ricardo Reques firma “El secreto
guardado en Ramsons Avenue”, donde al hilo de una traumática separación, un
hombre se refugia en una extraña herencia. Manuel Vilas, por su parte, escribe
el poema “Remando al viento”, en el que aborda las sensaciones experimentadas
durante la proyección del film de Gonzalo Suárez ante sus alumnos. Le siguen
dos de los mayores aciertos del volumen: “Agua oscura” de David Roas, un cuento
en el que una persona, invitada para participar en los festejos del segundo
centenario del encuentro en villa Diodati, contempla el lago Leman; y “Cierta
noche de junio de 1969”, de Manuel Moyano, creado a partir de la pregunta de
qué hubiese pasado si Polidori finalmente hubiese devuelto Phantasmagoriana a la estantería. Se cierra el libro con dos
aportaciones completamente tangenciales: un relato fragmentado de María José
Codes y un intenso poema de Raquel Lanseros.
Todo lo
dicho hasta aquí no es nada más que las notas de lectura de un apasionado del
romanticismo que creció con las historias y los versos de algunos de los
creadores que se reunieron en villa Diodati hace ahora 200 años. Y estas
palabras son mi humilde contribución a tal efeméride.
(Resumen de la presentación del libro Diodati, la cuna del monstruo, que tuvo lugar en Córdoba el pasado 14 de octubre)