Antonio Machado es, junto a Juan Ramón Jiménez, el poeta que
más ha influido en la poesía española del último siglo por una singular apuesta
poética en la que funde ética y estética. La admiración hacia su obra y el
magnetismo de su ideario y de su personalidad lo han convertido en un mito, y han
motivado que cada lector se cree, como dice Valente, un Machado apócrifo a la
medida de sus necesidades.
En este sentido, todos coinciden en señalar que se trata de
una persona de innegable altura humana y política, espejo de integridad,
compromiso y dignidad, que acude a la palabra como modo de definirse y de
definir su relación con el mundo en que le ha tocado vivir. Y son,
precisamente, sus versos desnudos, tejidos con palabras verdaderas, sencillas y
sugerentes, los que abren nuestra poesía –junto a los de Unamuno- a la
modernidad al depurarlos del vano artificio romántico y modernista. Tal
economía verbal es lo que confiere a la palabra machadiana, en la que late el
temblor primero de un hombre, una intensidad y hondura singulares que en ningún
momento están reñidas con la comprensión, y un tono de confidencia a media voz
en el que conviven emoción y reflexión. Con estos elementos el poeta, que
descree de verdades absolutas, encuentra en la duda el instrumento para sondear
el misterio de la existencia humana; sin embargo, semejante propósito viene
condicionado por las fallas y limitaciones del lenguaje, que tan solo puede
desvelar una mínima parcela de realidad, convertida en ámbito de comunicación
entre un tú y un yo en íntima relación dialéctica, con lo que la poesía deviene
refugio contra la intemperie.
Antonio Machado nace en Sevilla el 26 de julio de 1875, pero
abandona la ciudad a los ocho años. En Madrid cursa estudios, junto a su
hermano Manuel, en la
Institución Libre de Enseñanza, lo que le permitirá entrar en
contacto con una serie de ideas krausistas y regeneracionistas que definirán
inevitablemente su concepción del mundo. De su juventud, aparte de una breve
estancia en París -donde trabaja como traductor en la casa Garnier- y de la
firma del manifiesto contra el Nobel concedido a Echegaray, destacamos un modo
de vida tangencialmente bohemio que, sin embargo, recela del mundillo literario
–excepto contadas amistades-. En 1902, aunque con pie de imprenta de 1903,
publica Soledades, que en 1907
incorporará nuevos poemas bajo el título Soledades,
galerías, otros poemas, título que aún sufrirá una última variación en 1919:
Soledades, galerías y otros poemas.
En este libro apuesta, con una obvia economía de recursos expresivos
emparentada con la nueva sensibilidad becqueriana, por una poesía clara e
intimista y despoja al poema de todo lo anecdótico para centrarse en la “pura
emoción”, como él mismo reconoce en Los
complementarios, convirtiéndose la palabra en la sugerente vibración de un
susurro al oído.
Tras aprobar unas oposiciones a Cátedra de Francés en 1906,
obtiene la vacante del instituto de Soria. Se incorpora en octubre de 1907 y conoce
a Leonor Izquierdo, hija de los dueños de la pensión de la plaza de los
Teatinos donde se aloja, con la que se casa el 30 de julio de 1909. Ella apenas
ha cumplido 15 años; él tiene 34. De modo paralelo, el poeta se empapa de una
nueva naturaleza concreta y real que lo deslumbra, hasta llegar a identificarse
con ella. Su poesía se vuelve más descriptiva y se centra en una realidad
exterior que, indudablemente, tiene una dimensión interior. Así, aparecen en
sus versos, aunque tardíamente, los temas y las preocupaciones propios del 98,
que adquirirán en su voz la formulación más profunda. Esperanzado en un futuro
renacer cimentado en la libertad, la dignidad y el trabajo de la colectividad,
denuncia la decadencia moral, política y económica del país, sostenida en una
serie de vicios estructurales que impiden el desarrollo.
Junto a Leonor vive dos años de felicidad; sin embargo, en
1910, durante una estancia en París para ampliar estudios, ella enferma de
hemoptisis y él debe renunciar a la beca y volver apresuradamente a Soria. Ver
cómo la vida de su esposa se apaga sin poder evitarlo le provoca una íntima desesperación.
El 1 de agosto de 1912 ella muere y él envejece para siempre. Dos semanas antes
había aparecido la primera edición de Campos
de Castilla; Leonor había llegado a tener un ejemplar entre sus manos.
Los recuerdos y el dolor provocado por la muerte lo asfixian
y, tan solo siete días después de depositar los restos de su amada en el
Espino, abandona Soria. Pide traslado al instituto de Baeza, adonde llega en
otoño. Acompañado de su madre, busca refugio en las clases, los paseos, las
tertulias con contados amigos, la lectura y los estudios –de hecho, obtiene por
libre la licenciatura de Filosofía y Letras en 1918-; sin embargo, el recuerdo
de Leonor y de las tierras castellanas, así como la necesidad de volver al
paisaje donde fue feliz, lo ahogan hasta el punto de trasladarse a Segovia en
1919.
Con todo, la ciudad andaluza tiene una importancia axial en su
evolución literaria e ideológica. En ella escribe los nuevos poemas de Campos de Castilla; en ella reside
cuando se publican, en 1917, dos libros:
Poesías escogidas y la primera
edición de sus Poesías Completas; en
ella, al contemplar la injusticia del campo andaluz, los ambiguos ideales del
regeneracionismo son sustituidos por una clara conciencia de lucha de clases sustentada
en la necesidad tanto de la educación como del trabajo para conseguir una
justicia social que asegure la dignidad y la libertad de las personas; en ella
escribe Nuevas canciones, epopeya de
profundas raíces grecolatinas acerca de la tierra que lo vio nacer y que ahora
se funde en la retina con aquella otra donde ha vivido y amado, que incorpora
lo popular a una poesía que, de este modo, queda abierta al otro, con quien el
yo establece una íntima y solidaria relación dialéctica; en ella crece su
interés por la filosofía, que se inicia en Nuevas
canciones y desemboca, inevitablemente, en los apócrifos. Si las primeras
podrían calificarse de poesía filosófica, los segundos son considerados
filosofía poética. De un cancionero
apócrifo es un libro original y sugerente. Escrito en prosa, fue apareciendo
en varias publicaciones periódicas hasta incorporarse a la edición de 1928 de Poesías completas y supone una
continuación y exégesis de la producción poética anterior. Ahora el escritor siente
la necesidad de crear unos heterónimos, Abel Martín y su discípulo Juan de
Mairena, a los que dota de una biografía real y a través de los cuales expone
intuiciones filosóficas que iluminan ciertas áreas en sombra de nuestra
existencia.
Instalado en Segovia, la monotonía y los recuerdos se alternan
con las clases, las colaboraciones en revistas y periódicos, los meditativos y
melancólicos paseos y las tertulias. Sin embargo, la vida le ofrece una nueva
oportunidad y aquí acude la madrileña Pilar Valderrama, destinataria de sus Canciones a Guiomar, para conocer al
poeta. El primer encuentro tiene lugar el 2 de junio de 1928. Por entonces,
Machado solo tiene clases de lunes a miércoles, con lo que dicho día por la
tarde coge el tren con dirección a Madrid para encontrarse con la familia, con
los escasos amigos y con esta mujer casada con quien vuelve a vibrar su
interior. Otros tres hechos destacables de este período son su adhesión, en 1926, a Alianza
Republicana, su elección en 1927 como miembro de la Real Academia
Española, si bien nunca llegó a leer el discurso de ingreso, y su participación
el 14 de abril de 1931 en la izada de la bandera tricolor en el ayuntamiento de
Sevilla.
Durante su estancia en Baeza y Segovia escribe una serie de
anotaciones en un cuaderno sin título, una amalgama de materiales -algunos de
los cuales serían reutilizados en composiciones posteriores- editados
póstumamente como Los complemetarios.
En septiembre de 1931 consigue traslado a la capital, al
instituto Calderón de la Barca,
y se instala en el antiguo hogar familiar, junto a su madre y hermanos. A las clases,
los paseos, las tertulias, las colaboraciones en prensa –en El Sol y en Diario de Madrid publica una columna firmada por Juan de Mairena-,
habrá que sumar el compromiso con la República –participa en diversos escritos,
homenajes y actividades de apoyo al Gobierno legítimo, del mismo modo que condena
el golpismo- y las colaboraciones con su hermano Manuel, con quien escribe varias
obras teatrales, entre las que destaca La Lola se va a los puertos. En 1933 y 1936
aparecen la tercera y la cuarta edición de su Poesías completas.
Al estallar la guerra civil, intensifica su participación en
varios actos de apoyo a la
República al tiempo que ofrece su pluma a la causa. El
resultado es un conjunto de apresurados poemas, en la mayoría de los casos, de
circunstancia. La guerra lo separa para siempre de su hermano Manuel y de
Guiomar.
En noviembre de 1936 se traslada con su familia a Valencia,
donde participa -junto a Malraux, Ehrenburg, Auden, Tristán Tzara, Neruda,
Octavio Paz y Bergamín, entre otros- en el II Congreso Internacional de
escritores para la Defensa
de la Cultura
que comienza el 4 de julio de 1937.
En abril de 1938 es evacuado con su madre, su hermano José y
la mujer de este a Barcelona. Poco antes de su llegada a Cataluña comienza a
publicar en La Vanguardia los
últimos escritos de Mairena. Ante la inminencia de la caída de la ciudad, el 22
de enero de 1939 se prepara una expedición hacia la frontera, formada por
coches y ambulancias militares facilitadas por el doctor José Puche. En Mas
Faisat se les unen diversos intelectuales, entre los que está Corpus Barga, madrileño
de origen belalcazareño. El camino a través de Los Pirineos es prácticamente
intransitable y la comitiva está extenuada. A medio kilómetro de la frontera y
bajo una lluvia intensa, todos los miembros de la expedición deben bajar de los
vehículos, pues el trayecto solo puede hacerse a pie. Antonio, ya enfermo,
apenas puede ayudar a su madre, de 84 años e igualmente enferma, y en varias
ocasiones pide ayuda a Corpus Barga, quien la lleva en brazos mientras ella le
susurra al oído “¿llegamos pronto a Sevilla?”. Pero aún habrá otras dos
ocasiones en que el periodista se revele imprescindible para la familia Machado.
La primera, cuando ha de explicarle a un gendarme quién es el exiliado al que
acompaña y mostrarle los documentos oficiales que evitan su reclusión en un improvisado
campo de concentración; la segunda, el 28 de enero, al bajarse con ellos en la
estación de ferrocarril de Colliure y acompañarlos hasta el hotel
Bougnol-Quintana. Antonio y su madre se alojan en la habitación número 5, en el
primer piso; José y su esposa, en una inferior. El moribundo poeta tan solo sale
del hotel en una ocasión y es para dar un paseo por la costa junto a su
hermano, durante el cual exclama: “¡Si pudiera vivir detrás de una de estas
ventanas, libre de todas preocupaciones!”.
En aquella habitación cedida mueren tanto Antonio como su madre.
Él, el 22 de febrero, en la cama más alejada de la puerta; ella, ajena ya al
final de su hijo –aunque algún testimonio afirme que preguntó adónde lo
llevaban y que, al escuchar que a un sanatorio para que se recuperase, lloró y
cerró los ojos-, tres días más tarde. Poco después de los funerales, llega una
carta para Antonio con el ofrecimiento de un lectorado en la Universidad de
Cambridge. A esta ironía del destino debe responder José, quien encuentra un papel
arrugado en un bolsillo del gabán de su hermano con tres anotaciones: “ser o no
ser”, una cuarteta dedicada a Guiomar y un enigmático alejandrino, “Estos días
azules y este sol de la infancia”, el último verso escrito por el poeta.
Se cumplen ahora 75 años de este triste final, convertido en
símbolo de la ignominia del exilio y de la dignidad de quien se sabe derrotado
y es despojado de todas sus señas de identidad.
(Publicado en Cuadernos del Sur, 8 de marzo de 2014, pp. 4 y 5)