El concejal de Cultura de Villanueva del Duque, Tomás Ruiz, me pidió una colaboración para la revista de "no feria ni fiestas" de este 2021. Dado que se han cumplido diez años de Los que miran el frío, que tanto le debe a Villanueva del Duque decidí escribir sobre ello. Comparto con vosotros el texto publicado.
El pasado mes de junio se cumplieron diez años de la aparición de Los que miran el frío, que, aparte de ser reconocido con el premio Andalucía de la Crítica a la Ópera Prima, me regaló la satisfacción de cientos de lectores.
El libro, cuidadosamente editado por Ediciones Espuela de Plata (de la editorial sevillana Renacimiento), es un conjunto unitario formado por nueve relatos ambientados en un pequeño pueblo del norte de Córdoba, Retamal, que fue línea de frente durante los tres años que duró la guerra civil. Bajo este espacio mítico se encuentra, como cualquier vecino puede intuir, Villanueva del Duque, cuyo origen está en un pequeño asentamiento así denominado que los investigadores sitúan en el actual barrio de la Fuente Vieja. Este detalle, en apariencia intrascendente, encierra toda una declaración de intenciones: a la hora de recrear el pasado huyo de visiones edulcoradas y apuesto por la seriedad y el rigor histórico, sin olvidar en ningún momento que estoy creando una obra de ficción, con lo que la información se hilvana como mejor interesa narrativamente, buscando siempre la verosimilitud.
Más allá de la repetición de símbolos, imágenes y motivos, y de la presencia de unos personajes que deambulan por varios cuentos, el auténtico protagonista es el frío, que simboliza la derrota, el dolor y la humillación. Este frío condiciona la mirada de unos personajes que se afanan en sobrevivir un día más en un mundo hostil y los mueve a actuar.
Aunque se ha escrito muchísimo sobre la guerra civil en Los Pedroches, ningún escritor se ha atrevido a zambullirse en un momento tan doloroso de nuestra historia reciente –salvo la visión dulce que Juan Eslava Galán hace en La mula, novela escrita durante su breve estancia en Pozoblanco, que tiene como protagonista a un acemilero franquista que, al final del conflicto, cruza la línea de frente en busca de su mula y vive una serie de hilarantes peripecias en nuestra sierra-. Como mucho, hay quien ha hecho referencia a algún episodio esporádico que ha pervivido en la memoria colectiva, quien ha escrito algún cuento ocasional o quien se ha ocupado de la posguerra. Ese era uno de los riesgos que asumía: centrarme en esos tres años en los que un frente estático, con ligeras variaciones, dejó terribles historias de supervivencia, de derrota y de sufrimiento; y que el resultado fuese creíble.
Sin duda, el momento más estudiado y más llamativo literariamente se corresponde con la batalla de Pozoblanco, que tuvo lugar entre marzo y abril de 1937, y cuyos combates más intensos y sangrientos se llevaron a cabo en las calles de Villanueva del Duque y Alcaracejos. Esta batalla fue una de las grandes victorias del ejército republicano y supuso una concentración de fuerzas sin precedentes por parte de ambos bandos; no en vano, sirvió como ensayo de la batalla del Ebro y como banco de pruebas para los tanques y los cazas alemanes e italianos.
Por supuesto, Los que miran el frío es ficción, pero tiene un importante aporte histórico. En este sentido, hay una ingente labor de documentación que me llevó a leer todas las fuentes escritas disponibles, a caminar por los lugares donde quería situar muchas escenas y, sobre todo, a echar largas horas de agradable conversación con algunas de las personas mayores que sufrieron el enfrentamiento fratricida, quienes contribuyeron a crear la atmósfera de los relatos. Desgraciadamente, ya no están con nosotros ni Benedicto Cabrera Blasco ni Resurrección Quebrajo Fernández ni Josefa Granados Medina, abuela de mi mujer, a quien está dedicado el libro; pero su aliento se percibe en esta reconstrucción de Villanueva del Duque que late en cada página.
Con motivo de este artículo, he llevado a cabo el extraño y desasosegante trabajo de relectura de lo publicado y debo confesar que, una década después, aunque me ha costado reconocerme en ciertos momentos, sigo viendo con total nitidez los espacios y personajes que hacen de este libro un instrumento privilegiado para adentrarse en un momento crucial de la historia de nuestro pueblo y de Los Pedroches, en el cual se configuran muchas de las señas de identidad de ambos.
A continuación, os dejo un fragmento de “Entre líneas”, en el que recreo una historia real encontrada en la prensa de la época: en unos días en que el pueblo fue tomado varias veces por unos y por otros y se luchó casa a casa, cuatro milicianos defendían la posición desde el campanario de la Iglesia de San Mateo con una ametralladora. Cuando los suyos abandonaron la localidad, no pudieron acompañarlos y siguieron disparando durante tres días contra todo lo que se movía. Finalmente, fueron apresados y ejecutados en la plaza para que sirviera de escarmiento a los pocos vecinos que quedaban.
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Al caer la noche, una ametralladora, controlada por un sargento de milicias y tres soldados, recorría desde el campanario lo que quedaba del pueblo, de modo que los organizados batallones rebeldes tenían que moverse casi a gatas entre los cercados y los escombros para sortearla. Los cuatro milicianos escudriñaban el perímetro desolado y disparaban contra cualquier bulto que rompiese las siluetas. En la oscuridad intuían las colinas de Las Chorreras y las sombras de los eucaliptos que anunciaban la estación de Las Viñas, donde se encontraba una batería a las órdenes del capitán Francisco Blanco Pedraza. Él y el coronel Morales eran la única esperanza que les quedaba. Cada vez que la oían rugir por el este se agarraban a la vida. Solo tenían que resistir y esperar a que los suyos volviesen a tomar Retamal. Tenían como misión dificultar el avance de las tropas de Queipo para que no asentase una estructura defensiva y apoyar la entrada de las Brigadas 20 y 25. Habían conseguido que los fascistas retirasen la batería de montaña improvisada en la plaza de Pablo Iglesias para bombardear la colina sobre la que se levantaban la ermita y el camposanto.
-¡Por allí van cuatro fascistas! –dijo uno de los milicianos, que llevaba un casco verde abollado y que, cuando fumaba tabaco de picadura, aspiraba hondo después de dejarse caer el cigarrillo al lado izquierdo de la comisura de los labios. -¡Veréis cómo tumbo a alguno! – Apretó el gatillo dos veces tan seguidas que parecía todo un mismo disparo. Inmediatamente los otros milicianos vieron desplomarse sendos cuerpos y se sucedieron los comentarios eufóricos que les hacía olvidarse, aunque fuese por unos segundos, de la precaria situación en que se encontraban. No tenían escapatoria. Se sentían como las personas mayores que no habían podido salir del pueblo y que, en más de una ocasión, veían ir desde el corral al interior de sus casas o moverse por las ruinas donde antes vivían.
De los cuatro, tan solo el soldado Bautista, un joven moreno y alto que siempre llevaba el gorro cuartelero doblado sobre el hombro de la camisa, sabía escribir. Aprovechaba las lentas horas del día agazapado entre las rocas para hacerlo, pues cada uno le había pedido una carta de despedida a sus respectivas familias. El más joven, David, un soldado gaditano de apenas 18 años, lo miraba en silencio. Le había encargado una para la novia que no volvería a ver. Nunca se la entregaría; no obstante, pensar que alguien podría dársela cuando él muriese le hacía no desesperar. Si los cogían, siempre que no los matase antes una bomba, los fusilarían y los cuerpos serían arrojados a una fosa, como tantas otras que él había visto; por ello, lo mejor sería que la carta no estuviese con él. Decidió guardarla en la escalera que conducía a la torre, en un hueco que quedaba entre las piedras de la pared. Si alguien la encontraba y la leía, quizá creyera conveniente hacérsela llegar a la auténtica destinataria.
Bautista escribió tres cartas, sin embargo no tuvo valor para escribir la suya. Se limitó a coger el machete y, mientras el pueblo permanecía en una quebradiza y agónica calma, grabó su nombre y el de su novia sobre la piel de la piedra herida. Al rasgarla lamentaba no haberlos escrito nunca en el tronco de un álamo.
Las cajas de munición se vaciaban con rapidez y no tenían comida. No dormir durante dos noches, paradójicamente, les permitía no tener sueño. El pueblo se iluminaba al ritmo de las explosiones de las bombas, los obuses, los cartuchos de dinamita, las granadas y las ráfagas de ametralladora. Apenas intuían dónde se encontraban los suyos. Los grupos reducidos de dinamiteros, los pelotones de seis o diez soldados que improvisaban un parapeto tras los escombros para intentar controlar una calle y las patrullas que violaban la quietud de los hogares abandonados a la busca de adversarios eran objetivos fáciles para un sargento de milicias y una ametralladora.
En no pocas ocasiones llegaron a disparar, intencionadamente, contra los que llevaban su mismo uniforme. Se trataba de pequeños grupos de resistencia entre las casas que, al ser sorprendidos por el rival, se rendían para salvar la vida o que, aprovechando el desorden de la lucha casa a casa, querían pasarse al bando contrario.
Los últimos disparos que salieron de la torre con un sentido concreto fueron la noche del 14 de marzo, cuando las brigadas republicanas contraatacaron para hacerse con el control de la carretera de Peñarroya. El día 15, en cambio, tras comprender que los suyos habían dejado Retamal –y a ellos- en manos hostiles, el desánimo se propagó entre los cuatro, que disparaban sin ton ni son, buscando un destello en el horizonte que les permitiese seguir pensando en un mañana, al tiempo que intentaban rechazar, como podían, el asedio al que estaban sometidos.
Al notar que los enemigos estaban en el interior de la iglesia trabaron la vieja puerta de madera que daba acceso al campanario. Eran conscientes de que se trataba de una frágil resistencia que no aguantaría las embestidas.
-Lo único sensato que podemos hacer es rendirnos –sentenció el sargento-. Apenas nos queda munición. Cuando se den cuenta de que no tenemos balas, entrarán a por nosotros y esa puerta no aguantará mucho.
-Eso nunca. Antes muerto –le repuso uno de los supuestos subordinados-. Si nos rendimos nos fusilarán. Si no quieres defender este puesto, entrégate tú; pero ni yo ni la ametralladora bajaremos de esta torre, si no es con los pies por delante.
David contemplaba la escena. La tensión iba en aumento, hasta el punto de que el sargento tuvo que apuntar a la frente del insubordinado para sofocar el conato de rebeldía. Compartía las palabras del compañero, sin embargo sabía que debía obedecer a un superior. Además, fuese cual fuese su actuación, morirían; por eso callaba y no tomaba partido, mientras su memoria volaba lejos de los despojos. Sin apenas tener tiempo de reaccionar, se vieron rodeados por tres fusiles. Para ellos no había posibilidad de cambiarse de bando. Técnicamente no se habían rendido y, además, habían causado demasiadas bajas al contrario. Solo había una manera de redimir la culpa que habían cometido. Serían un ejemplo para los pocos que quedaban en el pueblo de la justicia de la nueva España.
Tras leer el sufrimiento en los ojos del miliciano anónimo, Elías levantó la mirada hacia la desmochada torre, donde sabía que el próximo febrero no volverían las cigüeñas.