La poesía, concebida como una profundización en los cimientos del mundo en que vivimos, como una acción de desvelar la realidad y poner de manifiesto los principios que la rigen, es un acto fundacional, a través de la palabra, de una nueva realidad, que ha de ser, necesariamente, más justa y solidaria. La poesía tiene, por tanto, cierto componente de utopía y de resistencia.
Por esto, existe cierta analogía entre el género poético y las calles y plazas de España inundadas de modo espontáneo, hace ahora dos años, de personas que pedían un cambio necesario desde un punto de vista social, económico y ético. Desde entonces, los ciudadanos claman de manera regular, sin siglas políticas, cansados de los desmanes de una sociedad capitalista nacida de la desigualdad como factor generador de riqueza y de una clase política en descrédito, contra el empecinamiento de los dirigentes políticos de Europa -y, por supuesto, de España- en una política de recortes y austeridad que se está revelando, sin lugar a dudas, ineficaz -y esto no lo digo yo, sino varios premios Nobel de Economía, que algo sabrán-, en la medida en que contribuye a aumentar las diferencias sociales y la crispación. Tanto el Gobierno español como la troika -esa realidad superior, compuesta por representantes del FMI, de la UE y del BCE, a la que, como a buen hermano mayor, siempre se le puede echar la culpa para eludir cualquier responsabilidad-, se muestran día a día insensibles a la problemática real de los ciudadanos (desahucios, paro, pérdida de poder adquisitivo, desmantelamiento de los servicios públicos, especialmente sanidad y educación...) y solo se limitan a cuadrar frías cuentas con indiferencia y arrogancia, simbolizada en los hombres de negro encargados de supervisar el cumplimiento de las medidas aceptadas previas al millonario rescate destinado a sanear unas entidades bancarias que no han sabido gestionar los recursos propios, que han engañado y estafado a los ciudadanos y que ahora, tras recibir una inyección económica que pagamos todos, anuncian sin pudor miles de expedientes de regulación de empleo y beneficios éticamente inasumibles para dentro de dos años.
Cada día es mayor la escisión entre la ciudadanía y unas instituciones democráticas que han perdido credibilidad por las mentiras con que son tejidos los programas electorales, por unos privilegios injustificables desde un punto de vista moral, por una reforma laboral que tan solo sirve para abaratar el despido y vulnerar los derechos más elementales de los trabajadores, por una carga impositiva desigual entre los ciudadanos españoles o por los sangrantes casos de corrupción que llenan los informativos. En este sentido, es sumamente significativo el hecho de que el número de personas que plantea una oposición cívica en la calle sea mayor que el de votos con los que el partido en el poder consiguió la mayoría absoluta -y me atrevo a vaticinar que será mayor que el que conseguirá el partido que gane las próximas elecciones por mayoría simple-. Sin embargo, nuestros representantes políticos, cómodamente instalados en sus privilegios, siguen sin reaccionar ante el clamor popular y se limitan a desacreditar a los manifestantes o, como mucho, a aparecer en las concentraciones con una mera intención propagandística, sin que haya un compromiso real con lo que la gente de a pie espera aún de ellos.
Es por eso que se revela ahora más necesaria que nunca una segunda transición democrática, que logre una regeneración de las instituciones y que prestigie, de nuevo, la política, que, no se nos olvide, debe estar al servicio de los ciudadanos -y no como sucede hoy, que los ciudadanos están al servicio de unos "calientasillones" que al poner fin a su periplo político acabarán en el consejo de administración de alguna gran empresa o en uno de esos cargos de libre designación que dentro de la Administración Pública o de las diferentes empresas públicas se reserva a aquellos que no tienen más oficio o beneficio que la filiación a unas siglas-. Por eso, no escuchar la voz de las calles es un error, tratar de deslegitimarla o intentar aprovecharse de ella electoralmente, una mezquindad.
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