Escribir un mismo libro a lo largo de toda una vida y no repetirse es un don al alcance solo de los más grandes. Hugo Mujica (Avellaneda, 1942) es uno de ellos. Toda su obra, más allá de girar en torno a unos núcleos temáticos recurrentes, se enraíza en una actitud contemplativa ante la vida y brota de una misma mirada reflexiva, perpleja y agradecida, capaz de intuir lo sagrado en lo mínimo, formando un todo profundamente coherente y unitario. En este sentido, el silencio deviene en una actitud necesaria para sondear los recovecos de la propia interioridad, fragmentaria e irregular, y los vasos comunicantes entre el yo y el alrededor.
En el caso de su poesía, además, los poemas adoptan una característica disposición gráfica en forma de escalera y se sitúan en la parte inferior de la página, tras un enorme vacío inicial que sirve como necesario umbral de recogimiento previo a la lectura, un ámbito donde afinar la mirada y el pensamiento. Así, el lector, después de esta pausa sanadora, se entrega a unos versos de gran perfección técnica, caracterizados por la brevedad, la sugerencia, la parquedad, la extrema desnudez de la palabra y la tensión del léxico como vía para volver a nombrar el mundo por vez primera, con la intención de provocar una profunda emoción en el lector a partir del ahondamiento en un pensamiento.
Al aunarse pensamiento y emoción para celebrar la vida, en su belleza y en su fragilidad, se produce el prodigio de esta sutil poesía metafísica, de indagación ontológica, en la que se funden lo vivencial y la reflexión con la intención de trascender la realidad inmediata para aproximarse a Dios. Aunque todo lo que fluye alrededor revela o susurra esa otra realidad divina, el poeta no olvida anclarse en este mundo y defiende la exigencia de entregarse a la vida sin reservas, sin máscaras y con devoción, sondeándola y aceptándola para llegar a lo que tiene de sacro, aquello por lo cual merece y debe ser vivida con plenitud.
Todo esto aparece en En un río todas las lluvias (Visor, 2022), una obra construida en torno a un doble simbolismo del agua: por un lado, el río que simboliza la vida, pero también el instante detenido de quien mira el agua que corre y se reconoce en su transparencia, con lo que se produce una celebración del aquí y del ahora; por otro, la lluvia que sana, que germina, que lava el mundo y que nos obliga a mirar hacia arriba, hacia la luz que intuimos, aunque no la comprendamos. Para ello, en esta nueva entrega Mujica tensiona hasta el límite la sintaxis, llegando a violentarla en ocasiones, en un agónico intento de expresar lo inefable mediante la simplicidad de las palabras y de las estructuras sintácticas y, por tanto, mediante su profundidad. De este modo, se produce una paradójica fusión entre hondura y apertura, entre ahondar el ser y abrirse hacia lo que nos supera que es, en última instancia, lo que da sentido a la existencia. No obstante, para que se produzca esta fértil paradoja son necesarios un radical proceso de desasimiento hasta quedarse en lo esencial y una actitud continua de escucha de lo mínimo.
Con esta nueva entrega, su decimocuarto libro de poesía y el quinto publicado en los últimos doce años -todos ellos en la editorial Visor: Y siempre después el viento (2011), Cuando todo calla (2013; Premio Casa de América), Barro desnudo (2016) y A las estrellas lo inmenso (2019)- el poeta bonaerense confirma que, cruzada la frontera de los 80, vive una etapa de plenitud literaria y que se ha convertido en una de las voces esenciales de la poesía en lengua española del siglo XXI.
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